Visitar el Taller Don Boli, en Nicolás Augusto González 1524 y avenida del Ejército, es conocer y conversar con uno de los últimos alfareros de Guayaquil.

Aunque vivamos en el 2016, no hay que olvidar que somos un pueblo de barro. Una de las primeras actividades del hombre fue conjugar cuatro elementos: tierra y agua para formar el barro, fuego y aire para hornearlo y dejarlo respirar mientras se cocía.

Nuestros más antiguos antepasados dejaron vestigios de su vida, de aquello dan cuenta las piezas arqueológicas encontradas en la región.

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Ese pasado ancestral está relacionado con la cerámica que abarca a la alfarería de la que surgen piezas de uso doméstico o decorativo. Utensilios que van desde jarros, ollas, macetas hasta los de construcción: ladrillos, tejas, baldosas y la tierra pintada. Pero nuestros alfareros se están extinguiendo, el mundo actual los ha ido desplazando.

El taller de Bolívar Morán Gonzabay, guayaquileño de 89 años, está al final del patio. En la mitad se ubica el horno que funciona con leña. Las repisas están pobladas por numerosos utensilios de barro que han surgido de sus manos.

Eso ocurre cuando él manipula el torno con el accionar de los pies, que hace girar a esa máquina de madera y arriba, en el mesón, da vueltas una pequeña plataforma sobre la que descansa una porción de barro fresco que las diestras manos moldea. Esa mañana surgen macetas para orquídeas.

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El oficio lo aprendió a los 9 años, se lo enseñó su tío, el alfarero Eduardo Quinde, quien lo crio. En su juventud trabajó en una reencauchadora, pero por la noche ayudaba a su pariente. “Mi tío hacía ollas y cazuelas que servían para cocinar arroz, menestra y cazuela de pescado –recuerda mientras las manos dan forma a un macetero–, y también macetas”.

Cree que la olla de barro le da mejor sabor a la comida, pero que la gente ahora prefiere cocinar con ollas de aluminio enlozado.

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Sin dejar de transformar una peña de barro fresco, asegura que el auge de la alfarería fue hasta que se fabricaron piezas de plástico. Don Boli está convencido de que el plástico recalienta, marchita y mata a las plantas si estas no son continuamente regadas. Y que, en cambio, sus macetas de barro, por ser este un material poroso, guardan la humedad y dejan respirar a las plantas.

A la pregunta de cómo consigue barro, cuenta que un hijo suyo lo extrae de las zanjas de la carretera de Durán y se lo entrega en fundas plásticas. En cambio, cuando él comenzó, lo extraía de la actual calle Guaranda, que para entonces era un terreno baldío. Asimismo, su horno, en el que quema las piezas de barro, trabaja con la madera reciclada que le obsequian sus vecinos.

Indica que los maceteros tradicionales los vende a $ 1,50 y las macetas para orquídeas valen $ 0,50.

Con cierto orgullo confiesa que aunque sus hijos le piden que ya no trabaje, él ignora esas peticiones y con las manos manchadas de barro fresco asegura: “Yo les digo: Toda mi vida voy a ser alfarero, porque si yo dejo de hacerlo, me voy a enfermar y morir”.

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Don Boli es un guayaquileño hecho de barro. (F)