Hoy rememoramos el doloroso episodio del 15 de noviembre de 1922, cuando una brutal represión de la fuerza pública en las calles céntricas de Guayaquil dejó muchísimos trabajadores muertos y heridos, en lo que se dijo fue el bautismo de sangre de la lucha obrera de Ecuador.

La penosa jornada constituyó una alta cuota que el obrerismo pagó en pos de reivindicaciones; por ello, políticos, sociólogos, juristas, etcétera, reconocen su indiscutible valor en las páginas de la historia patria, aunque no faltan quienes pretenden minimizarla.

El deterioro de la economía del orbe por la I Guerra Mundial (1914-1918) incidió en nuestro país, que sufrió miseria y desesperación en múltiples hogares. Las demandas que hacían la prensa consciente y el pueblo por rectificaciones a las medidas financieras al Gobierno se multiplicaron.

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El clamor ciudadano se hizo protesta generalizada y como último recurso se programó una gran huelga.

Así, a comienzos de noviembre de 1922 las cosas llegaron a su punto crítico, cuando los trabajadores de las empresas de Luz y Fuerza Eléctrica y de Carros Urbanos exigieron pronta solución a sus demandas.

Generalizada la huelga hubo el apoyo inmediato de otros sectores de trabajadores y obreros, en un intento de presionar al Gobierno de manera contundente, pero aquello no ocurrió. Tampoco ayudó el control de la Confederación Obrera del Guayas y más bien la crisis se acentuó. La situación se hizo totalmente peligrosa con la ciudad a oscuras y sus mercados desabastecidos.

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Fue el momento en que oficiales de la Zona Militar de esta plaza decidieron solucionar el problema de los reclamos respondiendo a su apresurado criterio, sin instrucciones precisas del Ejecutivo.

Un incidente que pudo controlarse fue el pretexto para que la fuerza pública abriera fuego contra los manifestantes del 15 de noviembre de 1922, quienes solo pedían que el Gobernador diera libertad a líderes detenidos e hiciera conocer los propuestas de solución de la Función Ejecutiva.

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Mas todo resultó vano, pues al reaccionar y buscar los manifestantes lugares seguros, los uniformados estratégicamente apostados en calles, portales y casas disparaban sin cesar. La desesperación hizo presa del pueblo que trataba de ingresar a los almacenes en busca de armas y defenderse.

Otros daban auxilio a sus compañeros caídos, pero aparecieron desadaptados, ajenos a la lucha, que aprovecharon el momento para cometer desafueros y hacer que surja otro pretexto de los gendarmes para seguir masacrando a gente inocente.

Aquel fatídico día murieron hombres, mujeres e incluso niños. Guayaquil se vistió de luto. Incontables cadáveres recibieron sepultura en una fosa común del Cementerio General y otros tantos tuvieron al río que corre a la diestra de esta ciudad como su última morada.

El episodio novembrino movió a la costumbre del pueblo guayaquileño que cada 15 de noviembre concurría a lanzar cruces y coronas de flores a las aguas del Guayas. El escritor Joaquín Gallegos Lara, que honró con su pluma las páginas de este Diario, escribió su novela Las cruces sobre el agua, sobre este hecho histórico y otros cronistas también entregaron textos recordatorios. (I)

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