Cuando se empuja la puerta de la iglesia china de Baihanluo, lo primero que se ve es una gran retrato del papa Francisco: una verdadera paradoja en esas montañas pobladas por tibetanos, gobernados por un partido comunista, es decir, ateo.

En pleno macizo himalayo, el pueblo de Baihanluo solo es accesible a pie o a caballo. Su iglesia de madera fue fundada a finales del siglo XIX por emisarios de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París.

El papa Gregorio XVI (1831-1846) le había confiado a estos sacerdotes franceses la evangelización del Tíbet. Esos misioneros vivieron una epopeya sangrienta, martirizados por los lamas hostiles a la llegada de Cristo al país de Buda.

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Los padres iniciaron su tarea evangelizadora subiendo los valles del río Salouen (llamado Nu en mandarín) y del Mekong, hasta el altiplano. Aislados del mundo exterior por el invierno, establecieron las “misiones perdidas” en las pendientes donde los lamas conservaban una función feudal.

Tras la llegada al poder de los comunistas, en 1949, estos misionarios extranjeros y “partidarios del imperialismo”, fueron detenidos y expulsados.

A pesar de todo, la religión católica subsistió clandestinamente en las poblaciones rurales. “El tibetano está fascinado por Dios. Han dedicado su vida a la fe. Estos tibetanos convertidos al catolicismo no lo hacen a medias", señala Constantin de Slizewicz, , autor de la obra Los pueblos olvidados del Tíbet.

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En Baihanluo, un lugar apartado que se halla sobre un promontorio, entre 400 y 500 feligreses se reúnen en las fiestas y conservan fresco el recuerdo del patriarca Zacarías, un misionero que murió, con 100 años, hace una década.

Como en China las autoridades imponen a los creyentes unirse a una organización afiliada al partido comunista, una "iglesia subterránea" se ha desarrollado en esta zona. Según Han Sheng, la región tibetana cuenta con más de 10.000 católicos. Él mismo se reparte entre 16 iglesias del distrito de Gongshan. "Nos hacen falta sacerdotes", insiste. (I)