Pues sí, jamás es suficiente hablar de violencia contra la mujer. Pese a nuevas normativas, a acciones legales y controladoras, pese al extendido discurso social sobre lo incivilizado del abuso y de las expresiones de dominación y castigo que se emprendan contra ella. Las cifras hablan solas de cuánto se mantiene en la sociedad el hecho agresor que, como en la mayoría de los casos, es una práctica de poder sobre el más débil.

Me cuesta referirme a la mujer como a un ser “débil”. Atrás quedaron los prejuicios predicados por una sociedad que había arraigado el discurso de que las féminas eran seres delicados, poco robustos de cuerpo y entendederas, por las que había que decidir dada su “falla” de nacimiento. Sin embargo, buenas excrecencias de ese pensamiento quedan en la subcorteza de las mentes del poder cuando a la primera oportunidad se trata de arrinconar al género femenino; es una minusvalía más de naturaleza social que natural.

La conformación física de su cuerpo la hace “violable”, por eso, la mujer adquiere desde que toma conciencia de que porta en su integridad un punto flaco, un rincón al que la mirada masculina, la palabrota de la calle quiere llegar e invadir. Que de hecho invade cuando se perpetra contra ella el acto violatorio que va de la mirada al acto. ¿Acaso es muy incolora la línea que divide la seducción de la violación? Las relaciones sociales tienen bien acuñados los movimientos de la galantería, los avances del requiebro, los juegos de la coquetería, pero parece desconocer todavía la fuerza de un no en materia de pretensiones amorosas.

Esas redes no se pueden evitar con la pericia de la sociabilidad. Lo que le cae encima a la mujer sin ocasión de rebeldía es un sistema: un sistema que paga menos por el mismo trabajo, un sistema que desconfía de habilidad y talento para determinados cargos, un sistema que atribuye obligaciones de atención doméstica y de salud a los familiares por el mero hecho de haber nacido mujer. Por eso, toda iniciativa para mellar y trastornar ese sistema es bienvenida y corre paralela a que las mismas mujeres vayan transformando sus hogares en calderos de otra educación, hacia otra clase de hijos.

Si de una primera mirada el ladrón aquilata que robarle a las mujeres es más fácil, si el mesero espera la orden del varón, si el cuidador del carro dice “mi reina” o “madre” a las señoras es porque algo desigual está ocurriendo casi imperceptiblemente y nos ha acostumbrado al desajuste. Dicen que en los hogares la disciplina la pone el padre –o al menos, a esa amenaza recurre la madre desesperada– pero es ella la que lleva el peso de la educación de los hijos. En los tiempos de hoy, tan impactados por la situación económica, la mujer lleva dinero y orden a la mesa, financiamiento y atención.

Fue nota obligatoria del viernes pasado recordar a las hermanas Mirabal y que un 25 de noviembre un dictador ordenó eliminarlas por sus actividades de resistencia. Nos dan ejemplo constante de que la violencia es una plaga a la que hay que resistir y combatir con los medios que no prolonguen una guerra entre los sexos. Esa está desatada desde las cavernas por mano de quien golpea, secuestra y mata. (O)