La mala suerte de Robert Horacio Salazar Acosta podría mañana ser la nuestra en cualquier calle, barrio, recinto, a cualquier hora del día o de la noche. Oficialmente se nos aconseja no poner oposición, entregar sin rechistar lo que buenamente nos pidan: el dinero que llevamos, las tarjetas de crédito, el teléfono celular, el automóvil. En ciertos casos nos obligarán a sacar de algún cajero automático la suma más alta permitida. Si no llevamos celular, podríamos recibir un tiro en la cabeza como desquite de una frustración. En el peor de los casos, podrían amordazarnos, meternos en la cajuela, dejarnos tirados en cualquier recoveco de alguna carretera. Hace unos cuantos meses, mientras viajaba en el Mitsubishi Montero de un amigo mío, fuimos interceptados en un semáforo por tres sujetos adolescentes, el uno golpeó el cristal de la ventana, blandió un revólver. Mi amigo tuvo el reflejo de acelerar a muerte, el auto siguió zigzagueando mientras oíamos un par de tiros. Avisé al conductor de un patrullero, pero me respondió que habíamos arriesgado por gusto nuestras vidas, o sea que debíamos estacionarnos y entregar sin protestar nuestras pertenencias.

El consejo que siempre daría es que viajemos con lo imprescindible en la cartera. Generalmente tenemos varias tarjetas de crédito, pues más prudente es tener una sola y dejar las demás en casa. Uso mi teléfono Samsung únicamente cuando necesito tomar fotografías de alta definición, si no llevo un Nokia de la vieja guardia que no tiene ningún valor monetario, me basta para recibir o mandar llamadas y mensajes escritos. No necesito WhatsApp ni tampoco me interesa navegar en Google o en YouTube. Eso de ninguna manera podría impedir que me balearan por no tener un artefacto más decoroso.

Robert tenía 26 años, era un joven muy valioso, tenía muchos proyectos en la cabeza. Prefiero siempre pensar que no existe ninguna potencia divina que fuera tan insensible, sorda y muda, que se hiciera de la vista gorda mientras unos degenerados violan, asesinan, torturan o roban a cualquier hora y en cualquier sitio del planeta, y que no me vengan con el triste argumento del libre albedrío. Ningún dios estuvo en Auschwitz, donde murieron asesinados dos millones de seres humanos. Pienso, como Albert Camus, que vivimos en un mundo absurdo donde reina la más descarnada desigualdad, donde nos recomiendan sacrificar la única vida que tenemos para obtener una supuesta y no confirmada vida eterna en un mítico paraíso. Las revistas de la jet set pretenden pasmarnos de admiración al decir que una famosa artista luce joyas valoradas en diez millones de dólares o un vestido que equivale a diez mil salarios básicos. Joseph Lau Luen Hung, empresario chino en Hong Kong, compró para su hija de 7 años un diamante valorado en 48,4 millones de dólares, lo que para él fue una ganga ya que su fortuna asciende a 13,3 billones de dólares, según la revista Forbes. La prensa comentó el hecho como algo trascendental, acontecimiento fuera de serie. Matar a un ser humano para robarle un celular es para mí tan absurdo como decir de Robert que Dios lo tiene en su gloria. (O)