En la novela El juguete rabioso (1926), del argentino Roberto Arlt, el protagonista relata que cuando tenía 14 años se inició en la literatura bandoleresca que le hizo conocer las aventuras de bandidos famosos. A Silvio Astier –así se llama el personaje– le atraen esos pillos que dan al pobre lo que quitan al rico, pues parecían caballeros quienes entregaban bolsas repletas de dinero, por ejemplo, a viudas con infantes en los brazos: “Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas”, confiesa.

Felizmente ya no vivimos las épocas en que a ciertos ladrones se le adjudicaban rasgos románticos y heroicos. Cuando las noticias nos enteran de personas que abusaron de sus cargos –públicos o privados– para robar, comprobamos que se ha desvanecido todo halo de admiración y deleite y que esos hechos, más bien, despiertan la repulsión colectiva al comprobar que, para los poderosos, no funcionan los aparatos de justicia. Por eso agrian la vida los atracos ocurridos en la Argentina de Néstor y Cristina Kirchner, en la Venezuela de Chávez y Maduro, en la Nicaragua de los esposos Ortega, en el Brasil de Lula y en el Ecuador de la revolución ciudadana.

Hijo de padre prusiano y madre italiana, Arlt desempeñó diversos oficios: fue dependiente de librería, aprendiz de hojalatero y de pintor, mecánico y vulcanizador, director de una fábrica de ladrillos, trabajador portuario… También ejerció el periodismo y, conocedor de las capas sociales porteñas, se interesó por retratar los submundos urbanos. Así fue publicando columnas en el diario El Mundo, que han sido recogidas por Sylvia Saítta con el título de Tratado de la delincuencia (Lima, Colmena, 2014), en las que describe los crímenes barriales, la coima, los asaltos en bandas, las correccionales de menores.

En 1929 Arlt escribió sobre el funcionamiento de la coima, pero hoy mismo –cuando en nuestro sistema pueden inscribirse como candidatos a las más altas magistraturas del país personas que, como funcionarios públicos, no mostraron escrúpulos con el manejo del dinero– la frase final de la nota da escalofríos: “Si no se pudiera robar, ¿qué fin habría en hacer gobierno?”. Los genuinos escritores hablan de aquello que no es fácil decir: que existe una conexión siniestra entre el poder y el dinero que ningún órgano de transparencia ha podido contener, sobre todo en los regímenes en que una persona actúa como jefe de todas las funciones del Estado.

¿Qué lleva al ser humano a quebrantar la ley, sin vergüenza personal o familiar alguna? El periodista Arlt nos da una pista para resolver este enigma: “En realidad, filosóficamente conversando, el hombre es un animalito que nunca sabe lo que quiere o lo que no quiere. Si le dan lo que pide, lo desprecia; si se lo niegan, llora; y, en realidad, se pasa la vida entre estos dos tormentos: queriendo entrar, si está afuera, queriendo salir, si está adentro, y desesperándose siempre que ha conseguido lo que se proponía con su voluntad”. No en balde, cuando Arlt entregó la novela a su editor, El juguete rabioso se titulaba La vida puerca. (O)