Con el paso de los años, he visto la decoloración de ciertas palabras y con ello, de sus respectivos conceptos. Venimos de épocas de austeridad comunicadora, cuando a los latinoamericanos nos sorprendía que en las películas de Hollywood cualquier despedida se cerrara con un “Te quiero, mami” detrás del cual venía el consiguiente “yo también te quiero”. Nuestra cuna era más lacónica. O muda. Se nos atendía con solicitud, teníamos padres cumplidores y cercanos, pero no se entregaban a la confesión repetida de sus afectos.

¿Es posible amar ahorrándose las palabras? Parece que sí porque nuestra propia sanidad mental muestra no haber guardado huella de heridas o carencias a pesar de que nuestros mayores practicaron el arte del hacer por amor en lugar del decir por ese mismo motivo.

Estas observaciones vienen a cuento de apreciar cuán cariñosos nos hemos vuelto en nuestro presente. Las confesiones sentimentales –de toda la amplia gama de que es capaz el ser humano– campean en los territorios de la comunicación desde los comienzos de la vida. Es natural que los bebés arranquen los mayores gestos de ternura, que comprometan a sus familiares más cercanos al desvelo y al cuidado, las ventanas de las redes sociales no hacen caso de la recomendación de ser prevenidos con sus imágenes y las exhiben con superlativas declaraciones de amor.

La adolescencia es una etapa de extremos. Sus participantes van de los mutismos más cerrados a las expansiones más intensas. Es la época del mejor amigo, del primer enamorado, y esas nuevas presencias se convierten en el blanco de manifestaciones más abiertas: El “te quiero mucho” abunda entre los mensajes adolescentes y se hacen refinadas distinciones con el “te amo” que parece gozar de una jerarquía mayor.

Las mismas redes han trivializado los “abrazos” y los “besos” que nos mandamos con frecuencia, hasta prescindiendo de las palabras, basta con un emoticón que lo signifique. Y así andamos, plácidos y satisfechos, dando volantines en las redes del amor, seguros de que las confesiones son superiores al silencio.

Sin embargo, vale pensar que los afectos requieren de lenguajes especiales que distingan a unos amados de los otros, amados de diferente manera. Que mientras por unos sentimos simpatía, cordialidad, benevolencia, por un sector escogido, experimentamos sentimientos únicos, que tienen una resonancia distinguible en cada caso. Eso deberían saberlo muy bien los padres de numerosos hijos que han identificado “hambres” diferentes en cada hijo y que para cada uno han podido generar alimentos de valor singular.

El amor por sí mismo quiere ser único. Cada elemento de una pareja aspira a ser la relación definitiva de una existencia que ha probado otras. Entre sus fortalezas figura la de ir creando una “cultura de dos”, un entramado de realidades invisibles que ligue, fortalezca y capacite para las tareas y durezas del porvenir. El tiempo es el único bastión contra el cual se ponen a prueba esos logros.

Y en medio del silencio de los demás, el amor adquiere palabra propia, crea lenguaje, significa desde con sílabas porque el entendimiento ha ganado toda batalla. El verdadero amor no se deja trivializar. (O)