Esta frase la pronuncia Garcin, uno de los personajes de la obra dramática A puerta cerrada, escrita por Sartre, filósofo y escritor francés de gran repercusión en el pensamiento europeo y mundial del siglo XX, que en 1964 rechazó el Premio Nobel de Literatura que le concedió la Academia Sueca, manifestando que no aceptaba reconocimientos ni distinciones porque consideraba que la relación entre el hombre y la cultura debía ser directa sin pasar por instituciones mediadoras. La crítica ubica la obra del escritor francés en el campo de la filosofía existencialista, cuyo principal exponente fue el pensador alemán Heidegger de quien Sartre fue discípulo. La obra de Sartre fue conocida mundialmente e influenció significativamente en el pensamiento de generaciones. Sus novelas como La náusea, ensayos filosóficos como El ser y la nada y obras de teatro como la que contiene la frase que titula esta columna fueron leídas con avidez por ciudadanos de una época que vivieron como el autor experiencias relacionadas con la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, la Revolución cubana, la Revolución cultural china y Mayo de 1968.

La referencia al infierno no es teológica, más bien se la entiende en la obra de Sartre como la dura experiencia de la imposibilidad de comunicación positiva con los otros, pues cada individuo ve por sí mismo, se preocupa por preservar sus espacios y evitar que el otro lo lastime o moleste. El sosiego y la realización desde este enfoque son siempre personales. En la relación con el otro se experimenta dolor y se ejerce violencia, alcanzando ciertos niveles de aceptación cuando la persona siente que el otro no interviene con su identidad, respetándola, se allana con su forma de pensar y no intenta ir más allá de los límites de su individualidad.

No solamente Sartre escribió sobre la dificultad de las relaciones intersubjetivas. Hobbes, el filósofo inglés del siglo XVII, pensó que la maldad es intrínseca a la condición humana y que nos agredimos porque esa es nuestra naturaleza esencial. En la vida cotidiana experimentamos cómo la intolerancia hacia el otro se manifiesta en calles y avenidas sobre todo cuando conducimos vehículos, o en casa, cuando observados solamente por la familia dejamos que la violencia emerja devastadora, o en las redes sociales, que para muchos representan el escenario preciso para insultar, criticar y ofender al otro, amparados o atrapados por auditorios que exigen insultos y diatribas que son proferidas con fruición por quienes buscan hermandades, a menudo falsas y socarronas, con aquellos que piensan igual, pero que en el fondo de sus conciencias son considerados potenciales blancos de su frustración e incapacidad de trascendencia.

El infierno es el otro, sí, pero desde la desesperanza que impide ver y comprender al prójimo. Los mayores pesares y sufrimientos provienen del otro y en muchos casos de los que están más cerca de nosotros. Nos causamos daño permanentemente. Existen, claro está, otras formas de ver el mundo que apuestan por la convivencia a través de la aceptación del otro y son las relacionadas con todas las expresiones de un humanismo universal, siempre utópico y desafiante. (O)