Todas, todas, las personas deben escribir y publicar sus memorias, especialmente aquellas que han sido protagonistas o testigos de excepción de hechos trascendentales. Siempre, siempre, la historia, entendida esta tanto como ciencia, tanto como memoria colectiva, agradecerá este esfuerzo que contribuye a crear una fuente primaria para reconstruir el pasado, formándonos como entidad social. Una nación es, ante todo y sobre todo, una memoria. En la labor del periodista actúa una analogía del principio cuántico de incertidumbre, la mera observación del hecho lo modifica. Por eso el comunicador amalgama la condición de testigo y la de protagonista. Eso ha sido en este país Alfonso Espinosa de los Monteros, quien contribuye a esa autoconciencia al publicar sus Memorias, cuyo primer tomo (1961-1988) ya está en librerías.

Como muchas personas supe por primera vez de Alfonso en 1967. Ese año, en un viaje a Guayaquil lo vi en la pantalla de Canal 2, que no se veía en Quito. Leyendo su libro me entero de que su labor periodística y su consiguiente involucramiento en la vida política es anterior a eso, se dieron antes en su Ibarra natal. Fue en 1980, ¡de cualquier manera son siete lustros! que comenzamos a ser amigos, pues ese año inicié mi labor periodística y lo tuve como jefe respetuoso, generoso para el consejo, solidario y objetivo. Esta clase de libros puede dividirse en dos tipos: los de vivencias existenciales y de historia vivida. Los primeros cuentan más las experiencias del autor, enfatizando en la subjetividad; mientras que los segundos narran más los acontecimientos que el memorialista presenció, apostando por la objetividad. No son géneros puros, normalmente estas obras combinan las dos visiones, con predominio de una u otra. Espinosa de los Monteros se va más por la historia vivida, sin que falten, claro, anécdotas personales, de todas maneras más enfocadas en el desempeño profesional y en la actividad corporativa que en su intimidad.

Y era predecible que este sea el corte que Alfonso iba a dar a sus memorias, porque ante todo ha sido un profesional, un hombre de vida sosegada, que mantiene fuera de las cámaras su privacidad e, incluso, sus puntos de vista (algunos de los cuales recién los conozco en el libro y me alegra saber que coincidimos). Por eso me ha indignado cuando se lo ha atacado, sobre todo en esta horrible “década perdida”, acusándolo de defender intereses o tomar posiciones. La duración de su trayectoria, que constituye un récord mundial, se explica en gran parte por su voluntad de ser objetivo, por su trabajo sin banderías y sin más pretensión que informar. Estas características multiplican el aporte de este libro bien escrito, que con los años se volverá documento imprescindible para entender el último medio siglo. Ciertas situaciones, sobre todo aquellas en las que estuvo el autor más involucrado, son narradas con emoción pero sin aspavientos, así la lectura a más de provechosa se hace agradable. Enhorabuena, estimado tocayo, ¡vamos por el segundo tomo! (O)