Una obsesión, de las muchas que desvelan a los líderes insustituibles, es lo que sucederá después de su glorioso paso por la tierra. A diferencia de los simples mortales, que apenas tienen que preocuparse por dejar una herencia para sus familiares, ellos se sienten en la obligación de asegurar la eternidad para su magna obra. Necesitan eternizarse en la piedra de los monumentos y en los enormes carteles de escuelas y hospitales que llevarán su nombre con dos apellidos. Pero nada de eso es suficiente si a la vez no aseguran que los gobiernos posteriores sean solamente una continuación del suyo. No están dispuestos a aceptar que, en nombre de la alternancia, a alguien se le ocurra cambiar un milímetro de segundo (como diría el sabio Nicolás) de lo que ellos han hecho. Se obstinan por dejar todo asegurado no solo para que nada cambie, sino sobre todo para que nadie oscurezca su legado.

Ahora mismo, en este último semestre de liderazgo iluminado, podemos ver diariamente las mil y una acciones encaminadas hacia ese fin. La más evidente es la catarata de leyes con su respectiva aprobación exprés. A esta se suman las contrataciones de deuda y de inservibles obras faraónicas, que comprometen recursos más allá del período del próximo gobierno. Se añaden también los candados puestos a la fiscalización, que garantizarán el libre disfrute de lo obtenido laboriosamente en estos diez años de sacrificio. Por si faltara algo, en los primeros meses del próximo año, en medio de la campaña electoral, se impondrá a fieles escuderos en los puestos clave de las instituciones de control.

En una situación relativamente similar –con el cinismo y la prepotencia que se derivan de la soberbia de haber dominado a su país por casi cuarenta años–, el dictador español Franco expresó esos sentimientos en una frase memorable. Frente a las dudas de quienes ya se veían como potenciales deudos desamparados, aseguró que todo quedaría “atado y bien atado”. La designación de un sucesor escogido a dedo, la promulgación de leyes orgánicas difíciles o imposibles de reformar, el control sobre los militares, la acción de la militancia falangista y la saturación de las instituciones con sus incondicionales, eran las cuerdas que amarrarían el bulto que dejaba para la eternidad. Sin embargo, como lo hace notar Ignacio Sánchez-Cuenca, la continuación de un régimen personalista (y autoritario en ese caso) es tan compleja e incierta que todos los intentos están prácticamente condenados al fracaso.

Sin embargo, la inviabilidad de un modelo económico y político hecho a la medida del líder no lleva a asegurar que este se derrumbará en cuanto él deje la presidencia. Aunque las ataduras tiendan a aflojarse en el mediano plazo, apretarán fuerte en lo inmediato y no cederán si no hay la voluntad de desatarlas. Incluso el propio sucesor escogido a dedo las sentirá cuando quiera utilizar sus propias manos para algo tan sencillo como firmar un decreto. Por ello, el único gobierno viable será el que sepa cómo desatar lo que queda atado.(O)