Es evidente que a muchos les gusta más hablar que escuchar. Que hay ciertos diálogos que son una lucha por aprovechar el resquicio que permita colarse en un discurso que debería ser dual, para imponer la propia voz. Por eso vale detenerse y meditar en las delicias de solamente oír los rumores de la vida en lugar de producir ruido.

No apelo a una condición pasiva, un mero recibir estímulos auditivos para acompañar los pasos cotidianos. No. Me pronuncio sobre la escucha atenta, reflexiva, que va pensando en la medida que oye, que va construyendo una cadena de pensamientos que reactualizan en el interior de la mente la auténtica dialéctica de una buena conversación. A veces se podrá sentir que no se tiene nada que aportar y la mente permanece porosa, absorbente, en la –a veces– desesperada intención de retener la mayoría de la información. Cosa imposible, pero que con ejercitados hábitos de concentración puede salvar una buena carga para nuestro acopio personal.

Ya dije “concentración”, ya dije lo difícil. De escuchar concentradamente parece haberse apeado buena parte de la humanidad de hoy. El expositor cree indispensable apoyar sus palabras en ese juguete que se llama Power Point para que “algo” les llegue a los ojos de los receptores (yo creo que más bien es para que su memoria expositiva tenga puntos de base), el auditorio lee simultáneamente con el conferencista, a veces haciendo chirridos entre su voz y la entonación interior, la más válida para cada uno.

Entonces, los audiovisuales nos “facilitaron” distanciarnos de nuestras capacidades intelectuales y han colaborado en convertirnos en seres de oído zigzagueante, de atención mínima, de participación mental reducida.

En lo que tiene que ver con escuchar música, todos parecen tener una vasta experiencia. Es excepcional la persona que no cultiva algún gusto por ese arte. Basta considerar que el silencio es una realidad a la baja, arrinconada en el espacio del aburrimiento, ante la fácil constatación de cuánto hemos suplantado el concepto de música ambiental con el de ruido de la misma naturaleza. No hay centro comercial, comisariato, local de comidas que no haga retumbar sus cristales con las agresivas notas del ritmo de turno. Montones de veces me he preguntado si el silencio es triste. O por qué está tan desacreditado en nuestros días que ha hecho del maltrato auditivo una práctica habitual al imponernos música que no es de nuestro gusto.

Escuchar música. Oír a la naturaleza. Hablar por teléfono o su equivalente en lo de intercambiar mensajes auditivos porque es más rápido y barato, suponen la dinámica del acto de comunicación que está en la base de la condición humana. Menguando a un polo de ese intercambio afectamos al otro. Abusando de un lado desmerecemos al opuesto. Hoy, que los candidatos políticos se arman de paciencia y parecen dispuestos a todas las conversaciones, a cada entrevista, vale reparar en el equilibrio de ese acto, olvidando para siempre a quien ha levantado sobre el monólogo enmascarado de informe la proclamada intención comunicadora.

Escuchar sí, y hasta en silencio, para recibir el material con el cual nuestra conciencia se nutre y entabla la más íntima y perfecta comunicación de todas, aquella que se produce con nosotros mismos. (O)