¡Libros! ¡Jamás dejará de haber nuevos de los cuales conversar, escribir, reseñar, siempre y cuando los hayamos leído! A veces, se trata de curiosidades iniciales: ¿Ya salió tal?, ¿de qué va cuál? En ocasiones, la interrogación va ligada al autor: ¿Fulano escribe? O ¿volvió a publicar? Aunque sea fenómeno de círculos muy reducidos, lo cierto es que hablamos de libros.

Por eso, miro a mi cercano alrededor y reparo en cuántos nuevos atraen mi mirada y provocan mi voz. Aquí traigo La palabra salvada, del Dr. Ricardo Ortiz San Martín, por ser una preciosa novedad. Producto de una vida de recolección de términos de uso popular, expresiones hechas, refranes y latinismos, este libro debe agruparse entre los diccionarios –cosa que de por sí señala una manera de lectura que es la de la consulta, sin embargo bien podría leerse en el orden de sus páginas–.

Depara chispazos iluminadores a las conciencias que usan la lengua de manera espontánea sin reparar en ella. Bueno es detenerse un momento y pensar cuál es el origen de una expresión (“es un parto de los montes” en eco a la leyenda que alude a que luego de los rugidos de una montaña nació un ratón”), o de un uso callejero (“aconchabarse”, asociarse para actos ilícitos); apoyarse en la lectura de nuestra gran obra literaria realista que fue la primera que usó, originalmente, el habla de la gente del campo (del inolvidable cuento de José de la Cuadra es ese “gallina vieja da buen caldo”).

Han cambiado tanto los contenidos de estudio de la lengua materna en los programas escolares, que nuestros infantes no conocen los refranes, y en nuestro idioma contamos con una vertiente que viene de atrás, pasa por Cervantes y se ha nutrido de un acervo popular copioso. El refranero de cada comunidad es un compendio de sabiduría natural, una colorida demostración de los pintoresquismos de la lengua, por eso nos empobrece desconocerlos. Este libro “salva” buena cantidad de ellos. A caballo regalado no se le miran los dientes, Al que de ajeno se viste, en la calle lo desnudan, Caras vemos corazones no sabemos, son solo tres muestras de las acertadas elecciones del autor.

Ni qué decir de los latinismos. Hoy podría afirmarse que solamente los estudiantes de Derecho se ven en la necesidad de saber qué significa la cantidad de expresiones que de esa lengua matriz pueden usarse sin comillas y cursivas porque son huella pura de la procedencia del español: Ad calendas graecas, alea jacta es, ars longa vita breves son frases que podrían aparecer legítimamente, sin traducción en un texto y el lector culto tiene que comprenderlas. ¿Esperaríamos hoy este esfuerzo?

El pueblo jamás perderá su carácter innovador del idioma. Siempre contaremos con una fuente invisible y desconocida (de allí que no se pueda proponer la invención de palabras para que algunos las usen) de invención que se agita en ese corazón anónimo que, contradictoriamente, tiene millones de voces, que nos donó –y lo sigue haciendo– maravillosas palabras pintorescas (anchetoso, descachalandrado, pigricia). Algunas ya están en el diccionario de la RAE, otras perviven en la memoria de su gran creador.

La edición de Marcelo Báez puso, otra vez, un buen libro en nuestras manos.(O)