Como solo uno de cada cien ecuatorianos está iniciado en los arcanos de la macroeconomía, el resto podemos hablar con autoridad del maquillaje, porque todos sabemos de maquillaje por el solo hecho de que hablamos. Y no me refiero al uso de los tropos y figuras del lenguaje que lo embellecen. Hablo del simple hecho de hablar. En las lenguas romances, el significante “maquillar” designa la aplicación de pinturas o cosméticos en el rostro o en el cuerpo para embellecer, y también la modificación de la apariencia de algo para ocultar su verdadera naturaleza. Como las palabras nunca pueden dar cuenta completa del real de la cosa y apenas permiten una aproximación, y como desde el momento que empezamos a ser hablados y hablar nos inscribimos en la cultura y nos separamos de “la verdadera naturaleza”, las palabras son el primer recurso para “maquillar” la cosa, es decir, para recubrir lo que no podemos decir. No podemos porque es imposible apalabrar el real, o porque lo que podríamos decir nos traería problemas y elegimos taparlo.

No es lo mismo el real o la verdadera naturaleza de las cosas, que la realidad efectiva, es decir, la imagen o aspecto con que ellas aparecen ante nosotros. La realidad efectiva tiene un borde imaginario inevitable y necesario que nos permite acercarnos a ella mediante los sentidos, el pensamiento y el lenguaje. En esa vía, la acepción más sencilla del término “ideología” define el conjunto de representaciones que un sujeto se hace sobre la realidad social, económica, política y efectiva en la que vive. En esa acepción, todos tenemos una ideología aunque no somos demasiado conscientes de ella, porque la hemos construido de manera involuntaria e inconsciente desde el nacimiento. Un proceso de construcción en el que inevitablemente usamos las palabras para embellecer, afear, dramatizar, justificar o conferir el aspecto que queremos, o nos conviene, a las condiciones de nuestra propia existencia. Mediante la palabra, todos maquillamos la realidad efectiva para construir nuestra novela personal y presentarla como “la realidad” y “la verdad”.

Aunque todos lo hacemos, hay personajes que lo hacen mejor e imponen su propia marca de “cosméticos lenguajeros” al público. Me refiero a los políticos, claro, los maestros maquilladores de la realidad efectiva, los que pueden imponer su “rostro de la realidad” a millones de seres hablantes mediante el recurso de la palabra, el manejo de las cifras, y el uso de los medios de comunicación. Cuando cualquier político accede al poder, desplegará toda su habilidad de “visagista” para mostrar a los ciudadanos el “antes” y el “después” de su mandato, como en aquellos programas de la televisión del tipo “extreme make-over”. “Antes” había una realidad nacional fea, pobre y acomplejada, como la chica menos agraciada del baile a la que nadie invitaba. “Después” nos dejan un país hermoso, rico y poderoso, al que todos quieren conocer. ¿Esa maravillosa transformación es realidad efectiva o es puro maquillaje? Esa alternativa imaginaria es difícil de resolver, porque la realidad efectiva se convierte en realidad psíquica (léase “ideología”) desde el momento que la aprehendemos. “En realidad”, votamos con nuestro deseo (léase “con nuestro inconsciente”), es decir, con nuestra “ideología política” si preferimos llamarla así. (O)