Hace ocho días, esta columna la intitulé ‘Pensar, hablar, escribir’. Mencioné algo sobre hablar y pensar, quedó pendiente el segmento escribir.

¿Escribir? El invento del teléfono arrinconó, en parte, a las comunicaciones escritas, quedando estas para documentos en los que era indispensable contar con una constancia formal. Hoy somos muy pocos los que escribimos y cuidamos de hacerlo con cierto decoro. Los ‘tuiteros, chateros, blogueros’, etcétera, han inventado su propio lenguaje que muy poco se parece, en el caso nuestro, al idioma español.

Para escribir una novela, una poesía, una carta de amor, un artículo para una revista o una colaboración para las páginas de opinión de un diario, se requieren algunas condiciones que hacen que este oficio tenga pocos seguidores. La escritura presupone el conocimiento de caracteres para con ellos dibujar palabras y hacer que ellas, en conjunto, adquieran un contenido que se quiere comunicar. Si bien puedo escribir para mi baúl de recuerdos personales, lo usual es que escribimos para otros. Es penoso constatar que la educación actual esté dejando a un lado el bien hablar, el mejor escribir y la bondad de pensar.

Luis Bernardo Peña, investigador en la Pontificia Universidad Javeriana, aborda el tema: “Escribir es poner la cara, hablar de frente. Los escritores no son esas personas retraídas y solitarias que nos pintan, todo el que escribe se juega algo en sus palabras. Lo que el poeta, el columnista o el autor de un blog tienen en común es la necesidad de decir eso que piensan o que sienten, y no pueden o no deben callar… Escribir es un trabajo como cualquier otro. Escribir no es solo inspiración, sino también transpiración. La buena escritura es el resultado de muchas horas de trabajo, de armar y desarmar, de coser y remendar, de podar y reescribir, no una sino muchas veces… La pedagogía de la escritura debería ayudarles, a los maestros y a los jóvenes, a descubrir esta dimensión de rebeldía, de aventura, de experimento y de juego incierto que tiene el acto de escribir”.

Entre quienes escribimos también están los poetas, aquellos que al hablar lo hacen en verso y también quienes trabajan sus inspiraciones como quien talla la piedra o mezcla colores para plasmar sus engendros. Recuerdo a mi paisano, al Dr. Luis Cordero Crespo, autor del Diccionario Quichua-Castellano y viceversa. Lo que sigue es una anécdota de su vida que escuché a mi maestro de Preceptiva Literaria. Alguien se encargó de escribir su improvisación.

Una mujer del campo se dirige al poeta: Doctorcito, le dice, hágame unos versitos. Con gusto, le responde, pero deme el pie. ¡Ay, doctorcito, no solo el pie, las manos, el corazón y la boca!, responde la campesina. El poeta: ‘No he visto mujer tan loca, que al solo pedirle un pie, en el instante me dé manos, corazón y boca’. Bendita escritura que conserva joyas del buen pensar y mejor decir.

 

Quiero agradecer a mis pies por apoyarme en todo momento y a mis brazos por estar siempre a mi lado, y cómo olvidar a mis dedos que siempre puedo contar con ellos”, A. A. (O)