La política en los últimos tiempos se ha transformado en un verdadero espectáculo, en una especie de “diversión” mediática que acapara la atención de todos por la serie de matices que conlleva y proyecta al electorado.

Con frecuencia, los líderes, aquellos que hacen presencia en los medios de comunicación, especialmente en televisoras de cobertura nacional, por sus denuncias, réplicas y contrarréplicas, son denominados “actores o protagonistas” del quehacer político, por la batahola pública que arma. En los Estados Unidos, a estos personajes los llaman los one-man-show por el vedetismo, el histrionismo, la vestimenta; por los libretos aprendidos y recitados de memoria. El expresidente Abdalá Bucaram, por ejemplo, era un excelente orador histriónico cuando subía al escenario-tarima. Sus shows eran verdaderos mítines taquilleros. Analizar esta forma de actuación política, resulta fascinante.

Los candidatos-dirigentes, en determinadas épocas y a veces repentinamente, se transforman en una suerte de “ídolos”, a semejanza de las celebridades del mundo del cine, de los deportes o de los espectáculos. Por eso mismo, algunas figuras que destacan en ciertas áreas son invitadas a participar en política, por la fama o popularidad que los aliña y adereza. Ahí está el caso de ciertos faranduleros, convertidos en honorables asambleístas, que solo sirven para hacer mayorías; el debate de contenidos de interés colectivo, para ellos, está más lejos que la estrella de Chiquitete. Y, sin embargo, en las sesiones solemnes, en los informes a la nación, en los cambios de mando, pisan y cruzan por la alfombra roja, en medio de cámaras, micrófonos y reflectores, para llegar al cobertizo de la Asamblea Nacional.

Al más puro estilo de Sócrates y Platón, que nos legaron la mayéutica, la dialéctica, el silogismo y todo aquel bagaje de teorías de la argumentación, diremos que la política es el arte de gobernar; la actuación también es un arte, por lo tanto concluimos que gobernar es actuar, o actuar es gobernar. El escritor alemán Pamuk, autor de la novela Nieve, dice: “…no creo en la política, pero la considero como una especie de destino inevitable…, pues somos meros espectadores del gran espectáculo montado por los tramoyistas del poder”. Por todo ello, la política se ha convertido en un instrumento de actuación y dominación del individuo y la sociedad, alejada por completo del verdadero significado del concepto, que en su esencia plantea que la política debe estar al servicio del hombre y su superación integral. Si esto no se entiende, entonces la actuación de ciertos políticos resulta ser circense, ridícula, denigrante, teatral, digna del más sonoro y repudiable abucheo.

En fin, estamos en plena ceremonia electoral, en medio de peroratas sordas y cansinas, con marionetas, títeres, pantomimas y caretas, donde posiblemente los ciudadanos seamos apenas extras de relleno. (O)

Eugenio Morocho Quinteros, arquitecto, Azogues