Con uno de esos dos rubros se calificaba el comportamiento escolar en mis tiempos de profesora de secundaria. Se tomaba en cuenta para ello la manera de conducirse tanto en el aula como en todos los ámbitos de la vida institucional, desde entre los compañeros de la misma edad hasta con los adultos, en la sala de clase y en los recreos, al menos en lo que estaba a la vista de los maestros. Ya se sabe que convertir en números las actitudes y las acciones es bastante arbitrario, pero las calificaciones eran un índice (lo siguen siendo) en la necesidad de evaluar a los estudiantes.

Lo cierto es que los estudiantes tienen que ofrecer unos comportamientos básicos para poder trabajar con ellos en cualquier proyecto pedagógico, por elemental que sea. Sin ponernos ambiciosos con innovadoras teorías –que plantean toda clase de libertades– con audaces utilizaciones de tecnología y estrategias durante el tiempo escolar, lo mínimo que se requiere es de capacidad de silencio y concentración, así como de una controlada interacción entre iguales y con el maestro. Y allí está el busilis (como se decía antes con deliciosa expresión arcaica).

¿Qué pasa con los alumnos de hoy, que en buena parte de ellos ha convertido el aula en un campo de juerga sostenida, donde campea la inquietud y hasta el irrespeto? Vengo de ver a maestros jóvenes agotados, saturados, despechados del esfuerzo que les demanda la búsqueda de un mínimo de orden y atención para presentar y conducir la jornada educativa, la mera sesión de clase. Repítase el esfuerzo cinco o seis veces durante el día y sígaseme con el ejemplo: muchos maestros están cansados y hasta reconsideran la elección profesional que hicieron.

Es ocioso volver sobre las características de los niños y adolescentes de hoy: con la atención formada por los medios electrónicos, consumidores de imagen por encima de todo, están menos preparados para los momentos de concentración que exige el aula, quieren decir más que escuchar (y debería usar el verbo “parlotear” las boberías de la moda), quieren jugar (porque la sublimación de los efectos del juego es otro rasgo de la educación de hoy). ¿Acaso no deben llegar a la escuela con hábitos a medio camino de formación, con fundamentales convencimientos sobre los intercambios sociales y más que nada, con respeto a los mayores?

¿Solo Lisa Simpson irá a la escuela con ganas, con anhelo de aprender? ¿En la escuela carcelatoria o desanimada ha concluido todo el afán de fortalecer la educación que pregonan los expertos de hoy? ¿Cuánto ponen los padres y las familias en ese niño aburrido, asfixiado, intoxicado de emociones a costa de ver las series del momento? Ya se ha llegado a la ocasión en que el alumno le espeta al maestro en su cara: “soy yo quien paga su sueldo”, cuando este le hace alguna reconvención; ya se fraguaron las maquinaciones del grupo frente a la persona que se para frente a ellos dizque investido de autoridad.

Antes tildábamos de “malacrianza” al comportamiento anómalo y las familias se avergonzaban de los modales o formas de acción de un niño que contradecía las vías de la decencia o la sociabilidad. Hoy sé de padres y madres que azuzan a sus hijos a que “no se dejen” del profesor instaurando así la ley de la selva dentro del colegio. (O)