Resaltamos la conmemoración de la jornada del 10 de Agosto de 1809, en Quito hace 202 años, pero es imposible negar que aquella actualmente es tema de discusión entre historiadores y más investigadores, quienes indistintamente la califican de inobjetable revolución con válidas repercusiones y también de simple asonada que no alcanzó sus propósitos.

Algunas de las objecciones documentadas que años atrás presentó el escritor Manuel María Borrero a varios momentos y protagonistasde este episodio, motivó a que los investigadores contemporáneos estudiaran mejor el tema y pusieran énfasis en valorar su incidencia en el proceso histórico de Ecuador y América.

Además, eso ayudó a que los actuales textos de enseñanza incluyeran enfoques completos, serios y críticos, descartando en gran parte los exagerados elogios que el comprensible sentimiento patrio inspiró, sin el debido análisis crítico.

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Tales antecedentes han servido para reconocer sin prisa alguna que el 10 de Agosto de 1809, en Quito, cronológicamente, no ocurrió el Primer Grito de Independencia de América, debido a que en Chuquisaca, antigua Audiencia de Charcas (actual Bolivia) semanas antes, e incluso Baba (actual Los Ríos, Ecuador) el 15 septiembre de 1747 ocurrieron anticipadamente pronunciamientos de no obeciencia al rey de España.

Pese a todo, nada quita la prestancia de la tierra quiteña como admirable defensora de la libertad. Asimismo, estas situaciones son una convocatoria a hurgar la historia y descartar leyendas y mitos que tanto mal le han hecho al país, pero sin renunciar por novelería al ejemplo de los auténticos forjadores de la ecuatorianidad en medio de sus contradicciones que el medio y la época les impusieron.

El ambiente de la etapa colonial con su discrimen social, cultural, etcétera, originó descontentos y alentó rebeliones de indígenas, mestizos y españoles criollos contra los representantes de la Corona española afincados en este lado de América. Las acciones crecieron por el ejemplo de Francia y Estados Unidos, y asimismo por la labor precursora de Antonio Nariño, Eugenio Espejo y otras valiosas figuras de la región.

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Así, los vecinos quiteños identificados con el rechazo a la política de sumisión que imponía la Corona optaron por manifestarla de manera más abierta y tomaron como pretexto para los actos de conjura la formación de las denominadas Juntas Antibonapartistas y Defensoras de Fernando VII, parecidas a las que se instauraron España en apoyo del monarca que fue obligado a abdicar para Napoleón Bonaparte.

El episodio de 1809
El 25 de diciembre de 1808 algunos de los comprometidos en los planes contra la monarquía española redoblaron sus actividades. Fue durante la reunión que tuvieron en la hacienda-obraje de Chillo, del marqués de Selva Alegre, Juan Pío Montúfar, donde formaron una 'Junta' de las mismas características que en tierra española ofrecían todo su apoyo y lealtad al rey español que había abdicado sin otra alternativa.

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Conocedoras las autoridades realistas de las actividades que identificaban a conocidas figuras quiteñas de inmediato ordenaron el apresamiento de los juntistas. Así cayeron prisioneros Juan Pío Montúfar, Juan Salinas, Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y otros que luego de varios trámites y recomendaciones recobraron su libertad. Pese al temor pero continuaron en su encomiable labor por mejorar la situación reinante.

La novedad y su desenlace determinó que los representantes de la Corona impusieran un mayor control en la ciudad y vigilaran los contactos entre los dirigentes. La preocupación en las filas quiteñas hizo acelerar los planes. En pos de sus objetivos solían reunirse en lugares distintos, pero con más frecuencia en los domicilios de Manuela Cañizares, Javier de Ascázubi y Juan Pablo Arenas. El obispo José Cuero y Caicedo fue parte, asimismo, de las tareas conspirativas; el presbítero Miguel Riofrío, párroco de Sangolquí, también estuvo vinculado al movimiento.

Llegó el jueves 8 de agosto y los juntistas intensificaron sus contactos y conversaciones, pues el momento crítico que se percibía lo demandaba. La noche del viernes 9 la mayoría de los personajes se concentró en el hogar de Manuela Cañizares, quien junto con Juan de Dios Morales los exhortó a hacer a un lado sus temores y poner fe en el cometido pese a las terribles consecuencias que podrían desencadenarse contra ellos.

Al volver la calma entre los conjurados, de inmediato se redactó un documento cuyo contenido analizaba la situación y explicaba el porqué de la decisión tomada por quienes se involucraban en el movimiento. Juan Salinas, líder indiscutible y futuro jefe de la falange quiteña por su entusiasmo, consiguió que se hicieran realidad el apoyo comprometido del comandante de Caballería, Joaquín Zaldumbide, mientras otros personajes dirigentes se encaminaron en busca de las autoridades monárquicas para comunicarles que se encontraban cesantes en sus funciones.

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Antonio Ante, otro indesmayable prócer, fue a la Casa de Gobierno para dar a conocer al presidente de la Audiencia de Quito, Manuel Urriez (Conde Ruiz de Castilla), que la Junta Soberana lo había destituido del cargo. Incorporado también el vecindario a escenas finales del importante acontecimiento, desde muy por la mañana del 10 de Agosto de 1809 se dieron y repitieron las expresiones de júbilo que congregaron a los juntistas, gente del pueblo, simpatizantes y curiosos de conocer el desenlace.

Acorde con lo resuelto, Juan Pío Montúfar fue nombrado presidente de la Junta Soberana de Quito; obispo José Cuero y Caicedo, vicepresidente; Juan de Dios Morales, Secretario de lo Interior; Manuel Rodríguez de Quiroga, secretario de Gracia y Justicia; y Juan Larrea, secretario de Hacienda. Juan Salinas se encargó del mando militar y la tropa la denominó falange. La Junta Soberana se instaló el 11 de agosto y cinco días después, el 16, proclamó con solemnidad lo actuado en la Sala Capitular de San Agustín. La violenta y sanguinaria reacción realista apareció con persecuciones, incautación de bienes, etcétera.

La deslealtad, dubitación y hasta cobardía de algunos juntistas y dirigentes que temieron perderlo todo ante la arremetida monárquica, en poco tiempo encaminaron el movimiento al fracaso. Juan Pío Montúfar restituyó la presidencia de Quito a Juan José Guerrero que la entregó al Conde Ruiz de Castilla, quien incrementó la bárbara represión como la que ocurrió el 2 de agosto de 1810, cuando fueron masacrados prominentes gestores de la jornada de un año antes.