Días atrás, luego de su viaje a Moscú, el Presidente nos contó que admiraba a Vladimir Lenin, el hombre bajito que pasó veinte años de su vida entre el exilio y la clandestinidad y que encabezó la revolución comunista en Rusia.

Como experto en revoluciones, Lenin llegó a convencerse de que hay tres requisitos para que cualquier régimen arcaico se derrumbe. Primero, que las condiciones de vida del pueblo se vuelvan insoportables (desempleo, violencia, descalabro de los servicios públicos); segundo, que el descontento popular se comience a expresar en manifestaciones y protestas callejeras; y tercero, que aparezcan fisuras o se resquebrajen las murallas del poder político y económico.

Si ustedes se fijan, las tres condiciones comienzan a hacerse visibles en nuestro medio, quizás no en forma muy aguda pero sí extendiéndose. Algo así como una situación “prerrevolucionaria”.

El requisito menos desarrollado es el de las fisuras en el poder, pero el fenómeno existe. El martes, María Paula Romo se lo reconoció a Jorge Ortiz al afirmar que no votará por las propuestas más burdas del proyecto de Ley de Comunicación, y no está sola. Los asambleístas de Alianza PAIS en general están celosos de la influencia de Vinicio Alvarado y Alexis Mera, y murmuran porque son ellos los que mientras tanto pagan la factura del desprestigio.

Más estable es la relación entre el Gobierno y el gran poder económico. Porque aunque parezca paradójico, donde menos aliados perdió Correa hasta ahora es entre esos poderosos empresarios y abogados, costeños y serranos, que rápidamente aprendieron a convivir con la Revolución Ciudadana, firmando jugosos contratos.

Esta nueva oligarquía es el único sostén sólido que todavía le queda al régimen, porque su base social original, indios, maestros, empleados públicos, jóvenes estudiantes, hace rato que rompió con él.

Le quedan  los marginales, pero cualquier político sabe que los votos de esos barrios se derrumban con una facilidad extraordinaria cuando no están acompañados de puntales más sólidos.

Correa también cuenta con otros empresarios, los que son honestos pero tienen miedo. Su silencio deberá ser decisivo para el totalitarismo que nos quieren imponer.

Hasta cierto punto, es una actitud comprensible. Aquí todos los negocios están en la mira del SRI, que con cualquier pretexto se aparece y pide facturas de diez años atrás. Cuando eso ocurre, aunque uno sea un santo, hay que desatender el negocio en medio de una recesión brutal.

Los nazis también usaron al inicio su oficina de impuestos para someter a los banqueros judíos.

El miedo empresarial ha hecho mella sobre todo en Guayaquil, ciudad a la que el dictador ha pateado tanto. Pero me cuentan que el martes, María Gloria Alarcón, presidenta de la Cámara de Comercio, por primera vez se enfrentó a Correa, y lo hizo de tal modo que este, para variar, le faltó el respeto, de una manera tan desagradable que a ella no le quedó otra alternativa que retirarse.

Quizás sea poco, pero es el comienzo. A lo mejor con el ejemplo de esta mujer, otros empresarios honestos se llenan de coraje.

Y quizás entonces sí, con la carestía de la vida y las manifestaciones callejeras, el espectro de la situación revolucionaria se nos aparezca entero, para terror de la banda de la Revolución Ciudadana.