Las denuncias realizadas la semana pasada en torno a la situación de Gamavisión, TC Televisión y El Telégrafo revelan la ambigüedad ética y el caos ideológico con los que la Revolución Ciudadana manejó el Estado. Por un lado, derroche de recursos públicos y un quemeimportismo monumental. Por otro, instrumento de privilegios de una capa de funcionarios de alta jerarquía que encontró en el Estado la vía para acumular privilegios. Manejaron los recursos públicos sin el menor escrúpulo y con enorme negligencia. Desde equipos que se compraron y nunca se desembodegaron hasta echar a la basura, como dijo Andrés Michelena, seis de cada diez periódicos impresos de El Telégrafo. Martín Pallares resumió el escandaloso informe de Contraloría sobre Gamavisión: alzas salariales sin estudios ni consultas, nombramientos que no se registraban en la nómina, pagos de consultorías a empresas de amigos que no entregaron ningún trabajo, pagos de vivienda y universidad para los hijos de gerentes sin respaldo ni facturas, vehículos para presentadores.

El inefable Rafael Correa reaccionó a las denuncias con las simplezas de siempre: no se puede evaluar a los medios públicos con una lógica mercantil. Pero los ejecutivos de Gamavisión ganaban entre 6.000 y 11.000 dólares al mes, y recibían comisiones y bonos por ventas de entre 7.000 y 25.000 dólares. En TC un presentador de noticias recibía 9.000 dólares mensuales. Y los resultados están allí: pérdidas acumuladas por 23 millones entre los dos canales. ¿Con qué lógica se los evalúa? El Estado sumó gastos y desperdició recursos que llevaron a crecientes déficits fiscales –incluso antes de la caída del precio del petróleo– que nos condujeron al dilema del ajuste. Si la lógica de Gamavisión se multiplica en todos los campos a donde se proyectó la acción estatal, el derroche resulta descomunal. Como declaró penosamente Lenín Moreno: donde ponemos el dedo salta pus.

Gamavisión muestra el colapso de la proclamada ética socialista de la revolución, apegada a un ideal depurado del bien común. La revolución no puede mostrar que su práctica haya sido de un mayor compromiso y respeto con lo público a pesar de su discurso. La ocupación y ampliación del Estado sirvió para promover la formación de pequeñas élites privilegiadas por fuera de los circuitos privados, pero con los mismos ideales y ambiciones. Los gerentes generales de Gamavisión disfrutaban incluso de suites con parqueadero propio en el estadio de Liga (eso más, eran hinchas de Liga). El acceso y manejo de recursos públicos les permitía repartir beneficios entre sus redes. Todos ellos vieron en el Estado un canal para hacerse de un capital que les permitiera vivir como burgueses o pequeños burgueses en ascenso. Las respuestas supuestamente revolucionarias a los excesos de los grupos privados –que tanto denunciaron para justificar el fortalecimiento del Estado– fueron un rotundo engaño.

El baño de verdad que piden asambleístas de AP críticos con su pasado debería empezar por una revisión de las razones que les llevaron al colapso de sus postulados ideológicos. Pero en lugar de una actitud honesta de autocrítica prefieren atrincherarse y lanzar acusaciones en contra de los traidores. Su defensa produce tanta vergüenza como ver a Virgilio Hernández y a Ricardo Patiño militando en las mismas causas de Marcela Aguiñaga y los hermanos Alvarado. Caos ético y corrupción ideológica. (O)