Pensemos en una visita al mercado. Paseamos por corredores viendo perchas con productos. Comparamos precios y calidad. Escogemos los productos que más nos gustan, pagamos y los llevamos a casa. Al menos que algo raro suceda, podemos esperar que, en el mediano plazo, los buenos productos –aquellos que la mayoría de la gente compra– sigan estando en las perchas, mientras que los malos productos –aquellos que la gente rechaza– vayan desapareciendo de las perchas.

John Stuart Mill creía que lo mismo ocurre con las ideas. Una vez expuestas, la gente puede decidir qué idea es mejor que otra. Las buenas ideas van a perdurar y las malas ideas se van a extinguir. Según Mill, “las opiniones y la costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto sobre los espíritus es necesario que se expongan”. El punto es no prohibir las opiniones porque más ideas es mejor que menos ideas, y la contraposición de conceptos permite avanzar hacia la verdad. El juez Oliver Holmes llamó a la explicación de Mill “mercado de las ideas”, y la utilizó como fundamento en sus sentencias mientras estuvo en la Corte Suprema de Estados Unidos.

El postulado del mercado de ideas es especialmente poderoso en la tradición americana. Para incentivar el mercado de ideas, la Constitución de Estados Unidos prohíbe crear cualquier ley que disminuya la libertad de expresión. Con esto se impide la censura previa, que consiste en la necesidad de autorización gubernamental para hacer público un mensaje, pero también se protege cualquier forma de expresión, desde la blasfemia hasta la incineración de la bandera patria. No se entiende que es un buen argumento contra la libertad de expresión que alguien se pueda sentir ofendido por las ideas de otro. Los americanos cantan desde niños que Sticks and stones may break my bones, but words will never break me, y la Corte Suprema de Estados Unidos ha llegado hasta el extremo de proteger las ideas más ofensivas.

La Ley de Comunicación del Ecuador es enemiga del mercado de ideas. Por supuesto que en ningún lado de la ley se habla de limitar la libertad de expresión. Pero, a través de la palabrería y la verborrea, se consigue precisamente eso. Primero, la ley establece una serie de “normas deontológicas”, que van desde la obligación de los medios de comunicación de transmitir programas culturales, hasta la obligación de “verificación, oportunidad, contextualización y contrastación en la difusión de información”. Luego la ley le otorga a la Superintendencia de Comunicación el poder de interpretar el significado de esas normas y de juzgar su incumplimiento, sin siquiera tomarse la molestia de ir donde un juez. Al final, la Superintendencia, y no el mercado, decide qué es una buena idea y qué es una mala idea.

John Stuart Mill estaría horrorizado. Vería en la Ley de Comunicación una restricción a la difusión de ideas y un daño a todos los ciudadanos, porque “si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”. (O)

* Profesor de Derecho.