He perseguido esta palabra desde cuando se escribía en su fórmula inglesa stress, y me esforzaba por comprender para qué la necesitábamos. Hoy, bien enseñoreada en nuestras rutinas como síntoma, como diagnóstico y hasta como fórmula de vida, no hay quien pueda desconocerla.

Vivimos amenazados. Y esa sensación de inseguridad que acompaña a quien se mueve por las calles, conduce un automóvil o anda prevenido ante el abordaje del prójimo –al que nos dirige la palabra se le atribuyen enseguida aviesas intenciones– genera una sensación de indefensión que hierve en el fondo de una conciencia inquieta. Esta es solamente una señal en una simple salida al mundo exterior.

Hay otras más invisibles, pero no por eso menos presentes. ¿Y si nuestra maquinaria humana está gestando una enfermedad? ¿Acaso el niño que crece no incuba males que todavía no revientan? ¿Tal vez la vida no me ha puesto en el trance de descubrir que no poseo alguna destreza que me haría buen trabajador? ¿Encontraré a la persona que me acompañe en la vida, moriré antes o después de ella? Sé que no son dudas constantes –de lo contrario no se podría vivir– pero sí que asoman su faz arrugada en algún momento antes del sueño.

Se mira alrededor y se contempla el rostro de los seres queridos, se los acompaña mentalmente identificando su propio avatar: ¿estarán bien?, ¿no disimularán malestares, guerras particulares donde nosotros no podemos llegar? La sobrevivencia económica es el mayor desafío del ciudadano común: encontrar trabajo, mantenerlo con eficiencia para ascender, conseguir un ingreso digno de los llamados del mundo que, entre necesidades reales y otras inventadas, exige gastos sin tregua. Rendir más es el desafío de tanta gente, que las dos caras del mundo laboral –la de la gente desempleada y la de los recargados de tareas– no calzan.

La velocidad de la información nos hace vivir, uno detrás de otro, los desastres del Ecuador y del mundo. ¿De dónde emerge tanta agresión a las mujeres y a los niños, es explicable con la mera mención de la desviación mental y la locura? ¿Creemos o no que Cataluña deba separarse de España? Vamos contando las víctimas del atentado en Somalia. Imaginamos lo terrible que ha de ser sufrir los incendios en Galicia o Portugal.

¿Quiere esto decir que todos estamos “enfermos” de estrés? Sí, dicen los expertos. Ciertos grados de tensión son connaturales a la vida contemporánea, pero hay que saber manejarlos con el equilibrio que nos dispensen otros polos de acción benéfica y tranquilizadora. Parecería que la propaganda que llama al bienestar y la felicidad trata de compensar el oneroso peso de los males de la vida. Y que cada persona que lo medita tiene que ir ajustando el fiel de ese equilibrio.

Yo creo en el enorme beneficio de la lectura (no de ver cine, televisión, series en la tableta –cosa que también hago–), en la burbuja que habito mientras leo, y aunque las páginas recreen parecidos problemas a los de la vida, el solo hecho de saberlos generados por una ficción, propuestos por palabras dúctiles y sabias, alivia el peso del día. (O)