Un árbol ha muerto de espaldas sobre el río. Con los brazos extendidos. No hay suficiente agua para enterrarlo, ni una sábana para cubrirlo. Arriba, muy lejos, se extiende el cielo sin una sola nube. Y de allí ha bajado un pájaro creyendo que era su hogar esperándolo con los brazos abiertos. Había perdido ya todas sus hojas, pero el pájaro supo hallar retazos arrastrados por el viento. De los desechos se hizo una casa en los dedos muertos del árbol caído. Nacieron polluelos y se llenó de trinos la muerte discreta. Hasta que un día sucedió lo inminente: creció el agua y lo cubrió todo, engullendo la muerte y la vida de un solo bostezo. Miró el cielo indiferente, y ocupó con su reflejo el agua tersa…

Pensaba yo sentada en el silencio del tren, mirando por la ventanilla ese paisaje de ríos y árboles caídos tras la tormenta. Viajaba a bordo del típico exceso de imaginación y melancolía que me asalta tras un día demasiado ajetreado, cuando cae la noche y me encuentro sola frente a una ventana. Sola ante el bosque que me va dejando atrás. La luz sobre las copas de los árboles al atardecer, encendiendo las colinas. El sol peinando las cabelleras derrotadas de los sauces. Ya en casa me dormí enseguida, rodeada de los árboles que he convertido en mi hogar: libros en sus estantes, pisos y puertas donde todavía puedo contar anillos.

Llevo semanas obsesionada por los bosques. Cada día salgo como alucinada a pasear entre los árboles a orillas del río. Será por el otoño que parecería contarnos historias hechas a la medida del ser humano: cuentos de vida y muerte. Será para despedirme de los últimos rayos dorados… Y resulta que ayer, cuando tras una caminata me senté a descansar en una banca, con la cabeza llena de pájaros, copas y vientos, me encontré con otro que anda con mi misma locura: Dios los cría y ellos “se juntan” gracias a una entrevista que encontré en un periódico olvidado por algún paseante angelical.

“P: Los seres humanos tenemos un efecto fatal en los ecosistemas. ¡Sería mejor que desapareciéramos! H: Creo en una ética de la convivencia. ¡Los seres humanos somos naturaleza!”.

Así conocí al biólogo estadounidense David G. Haskell, cuyo libro La vida secreta del bosque (2012) fue nominado al Pulitzer, quien pasó un año observando un bosque en Tennessee. Y ahora, luego de entrevistar a un peral en Manhattan, un ceibo en Ecuador, un olivo en Jerusalén, entre otros, ha publicado un libro de esos que deberíamos correr a comprar: Las canciones de los árboles (2017).

Paseando por el bosque en Tennessee, Haskel (H) conversa así con el periodista alemán (P): H: Hace poco, aquí colapsó un árbol grande. Y ahora mire todos esos árboles jóvenes estirándose hacia la luz. La luz es la clave de la supervivencia. Pero ninguno de estos árboles es un luchador solitario, representantes de diversas especies interactúan a través de los hongos. Un bosque parece una reunión de invididuos, pero las apariencias engañan. Debemos comprenderlo como una red. P (muy alemán): Muchas teorías biológicas, químicas, económicas o religiosas parten hoy de la idea del individuo... H (místico): Hay mucha verdad en esa percepción del mundo. Pero también podríamos considerar las cosas como manifestaciones temporales de enlaces temporales en una red. Redes que sobreviven al tiempo y continúan desarrollándose. Si aislamos ese árbol de la red, muere. Sus raíces están conectadas a través de hongos subterráneos con otros árboles. Si a uno lo atacan insectos, esta información se transmite a toda la red. Cuando llegamos en nuestro auto, nos volvimos parte de este universo. Nuestra llegada fue anunciada por los pájaros. Por ello no vemos ciervos ni zorros. P: Los seres humanos tenemos un efecto fatal en los ecosistemas. ¡Sería mejor que desapareciéramos! H: Creo en una ética de la convivencia. ¡Los seres humanos somos naturaleza! Nuestra mente es poderosa, ha descubierto cómo aprovechar los combustibles fósiles. La ética que necesitamos no nace de considerarnos extraterrestres en este planeta. Sería negar que somos también parte de la naturaleza… ¿Sería correcto construir aquí una mina de carbón, talar el bosque, contaminar las aguas? La respuesta a esa pregunta surge de una percepción realista de nuestra relación con el bosque. Aquello que está bien o mal no se dictamina desde fuera. Quien tiene una relación estrecha con el bosque y vive en él conoce lo que necesita. No alguien que viene de una empresa ni de una fundación. P: Solo en el bosque, ¿se aburrió? H: Creo que el aburrimiento puede convertirse en nuestro amigo. Es una señal para mi espíritu: es tiempo de escuchar, olfatear, observar con atención. Justamente lo contrario de nuestra reacción normal al aburrimiento: distraernos, rehuirlo. P: ¿Los secretos del bosque? H: La mayoría de lo que aquí sucede no lo podemos comprender. Mire este trillium. Bello, simple, frágil. Y aun así sus partes subterráneas sobreviven durante décadas. Y ese tronco muerto en descomposición, que desde la perspectiva humana sería un desperdicio de madera, es para un pájaro carpintero su alimento: ¡un enorme pastel! (O)