No sé cómo se sentirán ustedes después de los últimos acontecimientos, después de ver al vicepresidente preso, sin funciones y de vacaciones. ¿No les parece estar viendo una obra de teatro de Beckett o de Ionesco? Una de esas maravillosas piezas de teatro del absurdo que alguna vez nos dejaron desconcertados y poco a poco fuimos entendiendo. ¿No tienen la sensación de haber sido engañados? Yo sí, yo tengo la horrenda sensación de haber sido timada, de que me robaron todo, hasta la esperanza.

Recuerdo que mi padre ejercía un alto cargo en la Caja del Seguro, como se llamaba antes de ser el IESS. Él era el responsable del abastecimiento de todos los hospitales y centros de salud del país, su minuciosidad al escoger el mejor precio, el mejor producto y presentar las cuentas al centavo fue reconocida durante sus más de 30 años en esa función. En una ocasión descubrió que algún bodeguero estaba vendiendo jeringas y medicamentos, él resolvió el problema y a renglón seguido renunció. Pero no fue tu culpa, le dijo mamá. Yo debí haberme dado cuenta, era mi responsabilidad, yo soy la cabeza, fue su respuesta. No le aceptaron la renuncia ni el ministro de Previsión Social, ni el presidente Velasco Ibarra.

El vicepresidente Glas no renuncia, no ve razón para hacerlo, afirma que no tenía relación con su tío, quien además de dudosas relaciones con la corrupta Odebrecht, prestó, a través de su empresa TV Satelital, servicios de video, audio y demás para las sabatinas presidenciales. Tamaña indelicadeza la llevó a cabo durante diez años, no uno, no dos, ¡diez años! Rafael Correa nunca se enteró.

El presidiario Glas se aferra a su cargo cual sanguijuela y a mí me da asco. No concibo cómo el máximo responsable de las áreas estratégicas tuvo a Capaya, un colaborador corrupto, durante nueve años, no uno, no dos, ¡nueve años! Rafael Correa no se percató.

En el año 2013 escribí el artículo ‘Los amores difíciles’, en el que expresaba mi desacuerdo con la explotación del Yasuní. Apenas llegué a mi librería recibí una llamada de la Presidencia: ¿Está en su librería Rayuela?, me preguntaron; sí, respondí. Tenemos un encargo del presidente, espérenos, me ordenaron. Pensé ingenuamente que vendrían con un pedido de libros, pero no, un chico nerviosito me entregó un regalo, collar y aretes junto con una tarjeta en la que Correa justificaba la explotación petrolera en el parque nacional. De inmediato le escribí una carta diciéndole que en mi familia no se reciben esos regalos, estaba dispuesta a devolvérselo pero me aconsejaron que no lo hiciera, no lo hice por miedo, por puro miedo. Pero para mí, correísta confesa, fue como un balde de agua fría. Ese instante supe que Correa tenía más poder del que creíamos, que estaba al tanto de todo, que controlaba todo y conocía hasta dónde ubicar a una librera independiente y escritora marginal como yo.

Para mí, el expresidente y el vicepresidente sin funciones nos vieron a los ecuatorianos la cara de pendejos, pero como bien dice Francisco Saltos, la cara de pendejo es de uso exclusivo de su dueño. (O)