Mi culto al pasillo ecuatoriano es un gusto adquirido. No lo escuché en la infancia, no fue la música de fondo de mi crecimiento, caí en el banal lugar común de tildarlo parte de la “música triste” que mi energía juvenil rechazaba. La puerta de ingreso me la abrió la literatura: fueron brillando las gemas de sus versos –muchos originalmente poemas–, las imágenes que solo en letras refinadas podía hallar. Así el “sol domiciliado” de Guayaquil, pórtico de oro, el “pabilo que se consume, se está muriendo de esplín”, de Romance de la niña guayaquileña, me instalaban en la otredad de un decir, que se duplicaba con el chispazo de la música.

Escuchar a los niños y jóvenes educados en la Escuela del Pasillo Nicasio Safadi opera otra apertura, la de la esperanza. Esperanza en el poder transformador del arte que moviliza algunas operaciones: la de las vidas de esos tiernos cantores que prueban la ejecución de sus habilidades naturales bajo la dirección de hábiles maestros; la de permitir la emergencia y asunción de nuestra identidad en medio de cadencias y armonías; la de volver a hacer de la música propia, parte consustancial del pueblo.

Jenny Estrada, a la cabeza del Museo Municipal de la Música Popular Julio Jaramillo, que integra la Escuela, ha hecho un trabajo admirable que, emprendido hace diez años, da tesoneros resultados, que se pudieron admirar en una sola sentada: el concierto dedicado a las fiestas de independencia de la ciudad. Fue una noche espléndida de la que pudieron participar desde el presidente de la República hasta los afanosos padres de familia. Poner las nuevas voces junto a los instrumentos de la Orquesta Sinfónica Infanto Juvenil del Guasmo fue un acierto, porque demostró que las labores educativas en los sectores populares bien pueden formar, rescatar e impulsar apropiados ingredientes de ciudadanía y humanidad.

Jenny fue tajante y precisa en su intervención: no hay mano de autoridades centrales en la emergencia y mantenimiento de la Escuela, ni siquiera respuesta a la invitación anual a los personeros del Ministerio de Cultura a lo largo de la década, más bien, la paradójica eliminación del Conservatorio Antonio Neumane, con lo cual se recortó el espacio para las vocaciones musicales. Si Guayaquil puede estar orgullosa de contar con el Museo y la Escuela –y ya hay ocho promociones de esa “escuela sin aulas”, como la califica su directora–, si los talentos emergentes están en el camino de hacer de la música su oficio, es porque el Municipio de Guayaquil sostiene con fe inclaudicable la tarea.

Que los reconocimientos los reciba quien los merece. En un trabajo de envergadura colectiva –porque de grupo nace y hacia el grupo se dirige– todos salimos ganando. Cuando escucho entonar los pasillos, pasacalles, valses y demás ritmos propios y cercanos, me pregunto si esos adolescentes que cantan llenos de intensidad brotan de otros mundos, de mundos sin reguetón ni rap, sin letras violentas o sexualizadas, y que son capaces de entender y sentir que alguna vez “ángel de luz” y “pedazo de serafín” fueron las metáforas de amor más elocuentes que un poeta dirigió a su amada. (O)