Mis hermanos obispos en ejercicio han realizado la visita ad limina apostolorum. Jesús fundó con los doce apóstoles la comunidad que llamamos Iglesia. Se integró posteriormente Pablo en el grupo de los doce. Eligió a Pedro como cabeza visible (Mateo 16) para cuidar la unión en la fe de los otros apóstoles con sus comunidades: “Simón, tú eres la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia: Convertido de haberme negado, confirma a tus hermanos. (Lucas 22, 32).

Jesús encargó en una visión a Pablo recoger en sus cartas sus enseñanzas. Pablo reclamó a Pedro: “Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿cómo obligas a los judíos a circuncidarse?” (Gálatas 2). Pedro y Pablo murieron mártires en Roma y son considerados puertas de la Iglesia.

La autenticidad del diálogo exige un punto de referencia y a alguien que lo guíe. En la Iglesia el punto de referencia es la Palabra de Dios confiada a los apóstoles, con la guía de Pedro y de sus sucesores.

Es un diálogo la visita ad limina que periódicamente realizan en Roma los obispos al papa, sucesor de Pedro, y a sus colaboradores en el servicio a la Iglesia universal.

El gobierno de la Iglesia tiene elementos de aparente monarquía, pero no es monárquico. Los concilios ecuménicos reúnen a todos los obispos del mundo; los sínodos que reúnen periódicamente a obispos delegados de cada país son otras expresiones de diálogo de los otros sucesores de los apóstoles –los obispos– con el sucesor del apóstol Pedro.

El papa está esforzándose en descubrir el querer del Espíritu de Cristo, único Señor, en su Palabra escrita, en la asimilación de esta Palabra, entregada por cada generación a las siguientes, está oyendo lo que este mismo Espíritu dice a sus hermanos obispos, como guías de sus comunidades, o Iglesias; el papa, guiado por el Espíritu Santo, dice la última palabra hoy y aquí, integra en la universalidad el aporte de sus hermanos; la dice como “siervo de los siervos de Dios”.

La fidelidad de los obispos y de los creyentes y de personas de buena voluntad a Dios y al papa consiste en estudiar las angustias y esperanzas de hombres y mujeres en el cambiante mundo y comunicarlas al Pastor universal.

Los cristianos, especialmente los obispos, no somos fieles, limitándonos a esperar lo que diga el papa. Hemos de llevarle la realidad, gozos, angustias y esperanzas, que nosotros, por cercanas, conocemos vivencialmente más y que el Espíritu de Dios nos descubre. Entonces nuestra obediencia a su última palabra es obediencia de hijos y hermanos, no pereza de pensar, menos aún calculada fuga de deberes.

El arzobispo Lefevbre y el padre Arrupe, superior general de La Compañía de Jesús, marcaron en mí la lección, según la que discrepar no es signo de infidelidad. No acatar la palabra final del papa aleja del plan de Dios, personificado en Jesús. El arzobispo mantuvo su oposición a la renovación y se alejó; el padre Arrupe como que murió en brazos de Paulo VI. (O)