Cuando me detengo en un semáforo y veo a un mendigo, un vendedor de frutas, me pregunto ¿por qué capricho del destino ellos no están manejando mi carro y yo pidiendo limosna, vendiendo chucherías, cometas o plantas? No escogí a los padres que me engendraron, el lugar donde nací, el apellido que me toca llevar. No puedo sentirme orgulloso de lo que no dependió de mí. No existe la sangre azul, el color de nuestra piel nos fue dado sin nuestro consentimiento. Entre el cachinero negro de la esquina y yo solo dista el capricho del destino, mis ínfulas son ridículas, mi vanidad fuera de lugar, la vida es tan solo una suma de experiencias. Si ustedes tienen alguna mascota, saben muy bien leer en los ojos lo que siente, lo que desea, lo que le duele. Vemos tigres adoptando monos, gatas amamantando a conejitos recién nacidos. En el reino animal existe una solidaridad que no siempre encuentro en los humanos.

De cierto modo soy panteísta, no creo en un solo dios sino en múltiples chispas de divinidad regadas en seres, animales, plantas. Hay un árbol en la playa de San Clemente con el que me identifico por haber disfrutado su sombra hace unos años. Puedo ser perro maltratado vagando bajo la lluvia, burro de inmensos ojos en una cuneta cualquiera, proxeneta en Estambul, actor griego hace dos mil quinientos años, invitado a un banquete de Calígula, soldado romano en el calvario, ladrón de cuello blanco crucificado al lado de Jesús, leproso lapidado por niños candorosos, asiduo visitante de las discotecas, político torcido, disciplinante con capirote en una calle de Sevilla, bailarín de flamenco, arquero del Barcelona, deportado judío en el campo de Auschwitz. Podría haber muerto en Las Ramblas de Barcelona, en la sala de Bataclán, en la masacre de Niza, en el aeropuerto de Bruselas.

Nuestro apellido, el título de don que nos dan en la calle, poco significa porque no lo hemos escogido. A la hora de nuestra muerte desaparece aquella envoltura a la que cuidamos con tanto esmero. Debemos mirar a los ojos a quienes intentan vendernos algo debajo de los semáforos, en vez de sentir fastidio hacia quienes no tuvieron nuestra suerte.

Soy consciente de las intenciones turbias que se alojan en mi subconsciente, me resulta difícil juzgar a quienes cometieron fechorías mientras me quedaba yo con las intenciones. No escogí ninguna religión, me transmitieron la de mis padres y ancestros. De haber nacido en Afganistán sería musulmán; en Tel Aviv sería judío. Con los años abandoné muchas creencias, las que tengo son provisionales, busco evidencias, no acepto ninguna fe que sea ciega. Trato de vivir intensamente cada jornada a sabiendas de que toda vida tiene un límite, me siento agradecido con la vida por haber podido rebasar los ochenta años, mal me podría quejar cuando nacen seres humanos sin brazos o piernas, cuando los pierden en absurdos conflictos, en la explosión de una mina, un accidente laboral. Otros mueren al nacer.

Cuando tenemos el dinero suficiente como para vivir con dignidad, no somos necesariamente egoístas sino olvidadizos. El amor es nuestra mayor riqueza. (O)