Se buscaron urnas y han quedado aquellas en las que se entierra la democracia. La culminación del choque entre el Gobierno de España y Cataluña ocurrida el pasado domingo 1 de octubre no solo fue la crónica anunciada de un desastre político de ambas partes, con una brutal agresión policial del gobierno del Partido Popular. Me resisto a decir el Gobierno español porque el partido de Mariano Rajoy no representa a la totalidad del resto de españoles hacia una de sus comunidades, aunque sí representa a la ley frente a un “proceso” catalán que se saltó la legalidad. Tampoco hay que olvidar el 7 de septiembre anterior cuando el parlamento catalán aprobó la “ley de transitoriedad” que abría el camino ilegal al referéndum y en la que fue memorable la crítica del laborista Joan Coscubiela cuando declaró en el mismo parlamento: “no se dan cuenta de la gravedad de lo que están haciendo aquí: es muy grave, es cogerle el gusto a la antidemocracia y al autoritarismo y a pisar los derechos de los parlamentarios”.

Todo lo ocurrido también es una exposición triste de la corrosión del lenguaje y la sordera mutua. Durante meses se ha yuxtapuesto en una escalada imparable las dos versiones del conflicto, acusando una radicalización en la que parece no quedar más alternativa que la misma oposición entre votar sí o no. En los últimos días, y hasta este mismo domingo, se podía constatar en las calles de Barcelona que la única campaña era la del “sí” a la independencia. El “no” era inexistente en términos de propaganda, no porque no existiera sino porque callaban quienes habrían votado que “no”. Solo en la curva final se empezó a hablar del lado del “no”, lo que implicaba a los estudiantes ser estigmatizados como “fascistas” o partidarios del PP. Sigue habiendo mucho temor para los catalanes del “no”, como si decir que no implicara rechazar su propia cultura. Tanto así que se produjo una respuesta visible particular. El empapelamiento desbocado de la campaña por el sí con carteles reclamando “democracia” e “independencia”, en los que aparecían rostros sin ojos (hermoso indicio: nadie ve) atravesados por el brochazo de una franja de color traslúcida que les cubría la boca, fueron rasgados en muchísimos casos. Fue vasto el empapelamiento y notorio los rasgados, como si Barcelona hubiera caído bajo el furor de un Jacques Villeglé y sus “affiches lacérées” (carteles rasgados), una estética del ruido único y la desesperación silenciosa. Es decir, lo que más se ha visto, lo único que se ha podido ver, fueron esos carteles de quienes supuestamente no pueden hablar y que son, en realidad, quienes más han hablado.

Hay un desbocado y corroído lenguaje de las exageraciones: se llegó a decir que Cataluña está encerrada como un campo de concentración judío bajo los nazis, o quienes, opuestos, escribieron en una pared en Paseo de Gracia: “No al nazi-onanismo catalibán”.

Hay un desbocado y corroído lenguaje de las exageraciones: se llegó a decir que Cataluña está encerrada como un campo de concentración judío bajo los nazis, o quienes, opuestos, escribieron en una pared en Paseo de Gracia: “No al nazi-onanismo catalibán”. El término “fascista” ha campeado entre unos y otros. La contundencia agresiva con la que el Gobierno reprimió a ciudadanos inocentes que pretendían votar aunque fuera en este simulacro electoral fue tan ejecutiva como la de los portavoces de la Generalitat en usar la cifra de 800 heridos. El victimismo ha campeado tanto como el legalismo.

Más de alguno ha querido hacer una analogía simplificadora con los procesos de independencia en América Latina. Carlos Franz lo rebatió en un brillante artículo que advierte del camuflaje nacionalista: “Nuestras castas criollas, en las excolonias españolas, mantuvieron capturadas a sus clientelas locales fantaseando nuevos nacionalismos que reemplazaran al hispano. Tuvieron éxito, legándonos un continente de oportunidades perdidas”. Detrás del marasmo de Madrid y Barcelona siguen indemnes las castas respectivas, con las más efectivas cortinas de humo para cubrir la corrupción de los partidos políticos en el poder. En este río revuelto las aguas son prolíficas para políticos que no han estado a la altura. Títere hermoso, fácil y seductor el de la cultura usada para que un gobierno se lave el rostro o le atribuya al otro uno sucio.

Tolstói, por su experiencia en la guerra de Crimea, quiso dar cuenta directa de lo que había visto en los Relatos de Sebastopol. Comprendió que era imposible. Descubrió otra perspectiva diez años después con Guerra y Paz. Allí, en medio de la batalla de Borodinó, Pierre Bezújov camina vestido de blanco, y les parece a los miembros del ejército en combate un ser tan ridículo como arriesgado. Pero ya no se trata de la guerra de Crimea sino de la invasión napoleónica. Me gusta recordar que Tolstói ni siquiera había nacido cuando la batalla de Borodinó. Pero necesitaba esa perspectiva. Quizá por eso afirmó que era imposible dar un único relato de lo que acaba de ocurrir en una batalla, que una persona está perdida en medio de esa confusión, y que luego se impone “un” relato. En estos días ocurre igual en España: están en confrontación los relatos, y ninguno acierta porque se ha corroído el lenguaje tanto de ambos. Las banderas se agitan –y qué días estos saturados de banderas flameantes de cualquier tipo– y se respiran vientos que no se sabe de dónde mismo vienen (aunque lo cierto es que lo soplan las castas respectivas y una Rusia interesada en el debilitar a Europa). Mucha gente en Cataluña, como Bezujov, caminan agobiados y tristes de ver tanta división, tanta homologación peligrosa entre “un” gobierno y “una” cultura, cuando las culturas españolas están tan entremezcladas y se alimentan mutuamente. Habrá que saber escuchar a quienes ahora no hablan en Cataluña, como a quienes han hablado a la desesperada, indefensos sin liderazgo limpio. De todo esto, lo único que queda de las tan deseadas urnas de la democracia –la de unos y la de otros– son las cenizas de un fuego encendido por la falsificación del lenguaje de políticos irresponsables que arrastran a los ciudadanos. (O)