Ese día, en la mañana del jueves 30 de septiembre de 2010, nadie, absolutamente nadie podía pensar que el presidente Correa (ni él mismo) iba a ir al Regimiento Quito, fue una decisión inopinada del jefe de Estado al enterarse de que en dicho cuartel los policías se habían amotinado.

Los miembros de la Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain) (ese día estaban en un seminario internacional), incluido su director, si procesaban profesionalmente, con la debida oportunidad, toda la información sobre el descontento que había en los cuarteles policiales y militares y les hacían conocer los resultados a los ministros de Defensa, del Interior y de Coordinación de Seguridad, para que tomen las medidas más sensatas y oportunas, se hubieran neutralizado los sucesos del 30-S y nos ahorrábamos el enfrentamiento entre militares y policías; muertos, heridos, enjuiciados, encarcelados, etc.

El 30-S es un día de luto nacional y nos obliga a gobernantes y gobernados a reflexionar profundamente; en primer lugar el gran damnificado fue el país: ¿qué mensaje hemos dado a la comunidad internacional?, si vimos perplejos a un cuerpo uniformado insubordinado que con sus acciones paralizaron el país y cuyas imágenes desbordaron las fronteras; igualmente vimos a un presidente exasperado, en un acto de imprudencia e irresponsabilidad, en forma desafiante meterse en la “boca del lobo”, lejos de resolver el problema lo único que consiguió es caldear más los ánimos de los amotinados.

Lo que está claro es que no hubo un intento de golpe de Estado (jamás se dieron proclamas desconociendo al Gobierno), no hubo cabecillas con poder de decisión (no lideraron coroneles ni generales, sino cabos y sargentos) y, sobre todo, ningún golpe de Estado se hace sin el apoyo de los militares.

El presidente se expuso, fue vejado y humillado; un estadista debe actuar en estos casos difíciles con absoluta ponderación, cabeza fría y serenidad, no debió jamás abandonar Carondelet –su puesto de mando– en términos militares, de inmediato debió convocar a su comité de crisis: el Consejo de Seguridad Pública y del Estado.

Lamentablemente no se procedió de esa manera y los hechos se desbordaron y llegaron a situaciones casi incontrolables y el país quedó al borde del colapso.

Pero más allá de perseguir y enjuiciar a los supuestos culpables es menester señalar a los responsables, es decir, investigar las verdaderas causas. Lo que está claro es que no hubo un intento de golpe de Estado (jamás se dieron proclamas desconociendo al Gobierno), no hubo cabecillas con poder de decisión (no lideraron coroneles ni generales, sino cabos y sargentos) y, sobre todo, ningún golpe de Estado se hace sin el apoyo de los militares. Tampoco hubo la intención de matar al presidente (por su propia voluntad puso en peligro su vida) y peor que estuviese secuestrado (siguió gobernando, dando órdenes y reuniéndose con sus colaboradores, emitió declaraciones a los medios de comunicación de dentro y fuera del país, decretó el estado de excepción y ordenó que se lo ‘rescate’, etc.). Es necesario resaltar que pese a que una de las misiones que según las anteriores constituciones debían cumplir las FF.AA., “ser garantes de su ordenamiento jurídico”, que fue borrada en la actual; a la hora de la verdad se acudió a ellas para mantener la institucionalidad del país y garantizar la paz y seguridad ciudadana.

Han pasado siete años de ese trágico día, el presidente de la República y los asambleístas tienen en sus manos la potestad y la decisión política de declarar de una vez por todas el indulto y la amnistía, en su caso, para que ya no haya persecuciones, más presos y enjuiciados, de esa manera, se cierren y restañen las heridas y vuelva la paz y tranquilidad al país, que con extremada irresponsabilidad, guiado por su fatuidad actuó Rafael Correa y que ahora el pueblo ecuatoriano demanda se cierre ese funesto capítulo de nuestra historia. (O)