La seguridad entendida como unos señores rudos sobre sirenas y autos poderosos solía acompañar implacable y perceptiblemente al expresidente Correa. Feroces, lo acordonaban cuando quería agredir a un ciudadano o ciudadana, prójimo o prójima. Creaban un entorno de miedo. Usaban a discreción y por el mandato de su jefe, tecnología e inteligencia. Ese fue pan de todos los días durante más de una década. Dispuestos a usar armas y aparatos, inspirados en información obtenida a hurtadillas fueron un peligro para la convivencia en sociedad.

Toda sociedad requiere de garantías para su existencia, las que su Estado está en obligación de proveer. Más aún, la forma estatal debe garantizar el derecho a la seguridad de sus ciudadanos contra toda forma de amenaza. Y, en un delicado límite, debe garantizarse como Estado su existencia bajo forma democrática. Cuando el Estado se separa de su necesario complemento democrático, la seguridad estatal se siente facultada a romper con el derecho y con el acuerdo social de convivencia pacífica.

Tengo a flor de piel la invocación a la razón de Estado que diariamente nos vomitaba Correa desde su podio presidencial. Esa razón de Estado se llamaba, en su versión menor y corrupta, contratos de emergencia para que el Estado supuestamente luche contra la pobreza (o a favor de la prosperidad de algunitos) y, en su versión mayor, supervivencia del “proyecto” encarnado en la representación de “todos” en el Estado creado y manipulado por su voluntad.

En todo caso, Correa resoplaba razón de Estado como expresión colectiva suprema contraria a la sociedad, comprendida como la amenaza de organizaciones particulares e individuos. Según él, era el único camino para salvar a la patria del neoliberalismo. Así, entre la ley de plusvalía y el terrorismo de Estado no mediaba ni medio paso cruzando el puente tendido por la mayoría, por su mayoría. No se diga, espiar un poquito, que podía ser algo ilegal (parecido a un medio embarazo) pero sólidamente legítimo (ganó 7, 8, 9… elecciones) para garantizar que no se amenace a su proyecto. La base conceptual y política fue la construcción de un enemigo interno al que había que eliminar, destruir y, antes, espiar.

El uso legítimo de la fuerza es una necesidad para mantener los límites territoriales, asiento de la nación y las nacionalidades. Para combatir a la delincuencia organizada, nacional e interméstica, en las finanzas y en las drogas. Contra la delincuencia común para volver a caminar por las calles. Para generar respuestas preventivas y resilientes contra los embates de la naturaleza. Todo eso es incuestionable. Pero el persecutor de delincuentes se transforma en delincuente cuando usa la información y las armas contra sus pares ciudadanos para sostener un proyecto e instrumenta el Estado contra sus soportes.

Cuando aprendíamos a hacer democracia –aprendizaje que pocos recuerdan, unos por vergüenza y otros porque no la tienen– el presidente Roldós nos dio varias lecciones. Conocí que su última intervención en el Consejo de Seguridad Nacional fue tajante en deslindar conceptos originados en la guerra fría como aquel de derrotar al “enemigo interno”, misión con la se quería reconvertir a las fuerzas armadas. Aquellas asediadas por el Plan Cóndor. Eran los tiempos en que se quería confundir justicia social con comunismo. Y a las fuerzas armadas con instrumento de las oligarquías. Es decir, evitar a la instalación de la justicia social con libertad y a las fuerzas armadas como uno de los soportes de la nación con el pueblo y en democracia.

Lo más grave fue ufanarse desde el poder, mostrar que lo hicieron, ensalzar a la impunidad. En ese delgado límite en que se invisibiliza al Estado de Derecho y se exhiben descarnadamente las armas de la represión potencial, actual en la creación de miedo.

Esa visión del Estado y de la seguridad, la del enemigo interno, renació en la última década. Estás conmigo o eres mi enemigo, me retumba en los oídos, proferida por los conservadores norteamericanos y prohijada por el jefe de los revolucionarios locales. Más allá de la intolerancia, que es una forma ajena a la ciudadanía, hubo una concepción de la política como guerra. Es decir, como aniquilamiento del enemigo. Del otro político, adversario concebido como enemigo político, al que su seguridad aconsejaba eliminar. Su existencia a condición de la inexistencia del otro es la reducción de la política a la guerra. Correa trató de hacer eso con la oposición, sus enemigos, concebidos como atentados contra su existencia y al sistema político en un campo de guerra.

En ese contexto, espiar de modo artero –instalando cámaras, hackeando cuentas de correo, plantando voyeristas en las esquinas– fue una práctica usual –que quiso prolongar más allá de su mandato– para conseguir información sobre los enemigos internos. Y utilizarla por muchas vías. El chantaje, la presión, la justicia dependiente, la ostentación. Está aún fresco el atentado contra el derecho a la intimidad con que agredieron a Martha Roldós, a la de la UNE y tantos otros. Lo más grave fue ufanarse desde el poder, mostrar que lo hicieron, ensalzar a la impunidad. En ese delgado límite en que se invisibiliza al Estado de Derecho y se exhiben descarnadamente las armas de la represión potencial, actual en la creación de miedo.

Lo dicho no invalida a una forma moderna y democrática de inteligencia y seguridad. Es una necesidad hacer inteligencia de modo menos torpe. Para colaborar con la transparencia y robustecimiento de la democracia. Hacer análisis es la forma contemporánea de la inteligencia, antes que los rudos y grandes. Pero hacerlo bien. Lo que se conoce por la prensa de investigación como “análisis” de centenares de agentes de inteligencia, por la falta de calidad, pudo llevarme a la depresión. No pueden ser peores. Y yo que había creído en el autoelogio que escuché –aplaudido entusiastamente por sus autoridades– en una universidad de posgrado que se ufanaba de que más de la mitad de los egresados de una especialidad eran burócratas de la Senain. Me horroricé por esa forma de vínculo de la universidad con el desarrollo y por la pésima calidad del análisis político. Pero no llegaré al extremo de Max Frisch, quien devolvió el pasaporte suizo, cuando supo de los informes de la inteligencia en su hacer estético como atentado a la seguridad nacional o de Friedrich Dürrenmatt, que describió la conversión de su Estado en una cárcel.

(Sin embargo, en algún curso sí utilizaré a los sesudos análisis de inteligencia descubiertos para que los estudiantes puedan mirar cómo se construyeron algunas políticas públicas en este revolucionario Estado recuperado… lo mismo que usaré las delaciones que refieren al tío Rivera y al presidente potencial Glass para legislar y contratar).

Para concluir y volver a empezar. Estoy claro, como en pocas cosas y temas, que la estabilidad interna de una nación no es un problema de la inteligencia ni del espionaje. Es un tema que siempre será de la política. También de la estética. ¿Cómo reconformar la comunidad política como mínimos de confianza entre nosotros? Serrat, desde la poesía, hace poco nos dijo política sana: “Prefiero tener miedo pero no vergüenza”. Que lo hemos tenido los ecuatorianos en la última década. Que nos toca despojárnoslo desde ahora. (O)