Esta mañana recibí una carta que me quitó de un golpe el sueño. Al abrir el sobre me encontré con una pequeña tarjeta enviada por mi seguro de salud: un carné de donante de órganos y tejidos. Si repentinamente muero, me explicaban en la carta adjunta, este documento permitirá que se tomen de inmediato las medidas necesarias para reutilizar mis restos. Niños y adultos y ancianos recibirán agradecidos mis córneas, mis riñones, mi hígado. Mi corazón. Basta con que firme acá abajo, en esta línea…

Qué manera de empezar el día, respirándome en el cuello la muerte cierta cuya hora incierta dejará de serlo cuando sea demasiado tarde para que podamos anotarla en nuestras ocupadas agendas. Me había despertado con todos los muertos del terremoto en México, los gritos de los niños atrapados bajo los escombros de lo que segundos antes era su escuela, donde leían y reían, y ahora era su tumba. Muertes sumadas a otras muertes: los huracanes que no dan tregua en el Caribe, el atroz genocidio de musulmanes rohingyas en Birmania, el hambre en Yemen, las barbaridades del terrorismo fundamentalista, el abuso mortal de opioides en Estados Unidos…

Pero seamos sinceros, hay desastres que duelen más, que afectan el alma como si sucedieran ante nuestros ojos, aunque estemos lejos. Si el terremoto del 16 de abril de 2016 en Ecuador me había dolido con ese dolor íntimo ante las tragedias del país que nos vio nacer, el sismo de México me golpeó en ese apego que he sentido siempre hacia esas tierras en particular, aun cuando jamás las haya pisado con mis propios pies. Me enamoré de México por culpa de Juan Rulfo, Octavio Paz y Juana Inés de la Cruz. Pero también por mi infancia de Chavo, Chapulín y tamarindo con chile. En casa de mis amigas mexicanas (migrantes en Ecuador como ahora lo soy yo en Alemania) escuchábamos Lucero, Luis Miguel, Pedro Infante y Cri-Cri. Ay, cómo me emocionaba decir “chamarra” y “órale”, probar frijoles charros y agua de jamaica. Quizá de este temprano encuentro con migrantes nace esa fascinación por lo extranjero que me marcaría de por vida. Me daba mañas para que me invitaran a casas de familias extranjeras: casas que olían distinto, donde se cocinaba con otros aromas, se oían otras músicas, se contaban otras historias con otras palabras, se hablaba a gritos o a susurros. Qué alegría sentía esa niña que era yo cada vez que descubría un extranjero en Ecuador, el mismo entusiasmo que siento en Alemania cuando me sonríen los vietnamitas del restaurante del barrio, cuando compro delicias en tiendas iraquíes y rusas, cuando bailo con israelíes o escucho las historias de mis amigas sirias. Y es que los extranjeros en un país no solamente representan las desdichas que los desterraron, son además la posibilidad de la imaginación: puertas a otras formas de vivir y relatar la vida.

... somos más que la suma de lo que hemos vivido, somos también las restas, aquello que perdimos y añoramos.

Lo familiar y lo extraño, las tragedias propias y ajenas, ¿qué hacer ante tanta confusión, pinches humanos tan frágiles como somos, pues la muerte nos llegará a todos, tarde o temprano, sin distinción de origen? Moriremos en una catástrofe colectiva: huracán, terremoto, bomba atómica; en una tragedia individual: accidente de tránsito, caída mortal, cáncer obstinado, un golpe, un grito en medio de la noche; o en cama, de la mano de nuestros nietos, listos para descansar.

¿Morir dejando en herencia unos cuantos dólares, una montaña de trapos y trastos inservibles, un libro que nadie leyó? Ante esta triste perspectiva, se me antoja un gesto noble la idea de donar mis órganos y heredar a la humanidad algo más que mi ligera existencia y el reguero de objetos que voy dejando a mi paso. Carné de donante en mano, aún sin firmar, me asomo a la ventana de mi casa en Leipzig, donde vivo desde hace una década. Mirar por la ventana me ayuda a pensar. Veo los avellanos azotados por el viento y la lluvia de otoño, gente en bicicleta de camino al trabajo, y de repente me encuentro ante una dura confesión: si viviera en Ecuador, no dudaría en firmar el pacto y donar todo lo que de mi cuerpo le sirviera a cualquier desconocido. Y sin embargo, aquí en Alemania, por más que me repita una y otra vez lo contrario, no he dejado de sentirme un cuerpo extraño. Son las paradojas de amar lo distinto, pero aferrarse a lo familiar. Pues somos más que la suma de lo que hemos vivido, somos también las restas, aquello que perdimos y añoramos. Reconozco de un golpe que la pérdida de mi hogar natal se ha convertido en un apego doloroso. Si muero acá, lejos de casa, quiero que manden de vuelta mis órganos en una caja, para que vayan a servir de algo allá donde nacieron. (O)