“Más allá de nosotros, / en las fronteras del ser y el estar, / una vida más vida nos reclama”. Y, ¿cuál es esa vida misteriosa a la que Octavio Paz no encuentra otra manera de describir? Acaso, como el mismo Paz señala al inicio, el que esté “más allá de nosotros” sugiere toda esa aura de intriga, a la que las palabras en su sentido primigenio no logran delinear, ni el llamado vocacional al que acuden las metáforas, cediendo al final a la intuición que cada persona halla en la centralidad de su corazón. La experiencia de lo inefable. Ese reducto de lo humano que solo es accesible a la persona individual, donde se encuentran las grandes preguntas: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy.

Relata Platón en su Fedro el mito popular de Psiquis y Eros. La primera, la personificación del alma. El segundo, el dios del amor, el amor mismo. El mito cuenta (muestra), como bien resume Grimal, la elevación paulatina, a causa del amor (Eros), de la condición mortal a la inmortalidad de lo divino. El “más allá de nosotros”, tal vez lo intuimos, tiene relación necesaria con los dos cortejadores de la eternidad: la belleza y el amor. En ambos, Eros, ese dios de las relaciones, asciende el alma a la infinitud. La nostalgia, el ansia, la melancolía, todas experiencias vitales, únicas e incomunicables en cada hombre, son un reclamo a Eros para que nos eleve a la contemplación de lo eterno. Explica Paz que “el deseo de lo mejor se alía al deseo de tenerlo para siempre y de gozarlo siempre, todos (…) participan de este deseo: todos quieren perpetuarse”. En definitiva, el amor verdadero, y no el rótulo mezclado con egoísmo, el empezar a ver al otro como objeto y no como fin, puede constituirse en la posibilidad que tenemos para alcanzar esa “vida más vida”.

Sin embargo, tal explicación puede ser un veneno. Ese anhelo puede erigir desgracias, locuras, violencia. Para acceder al amor, esa realidad visceral, se entrevé primero ese otro misterio: el destino (el llamado), y luego, en un segundo momento, la libertad. Elegir a esa persona, y elegir darse o no. El poder de crear la luz u optar por la oscuridad. De ahí, acaso, el empeño de tantos educadores (los padres, sobre todo) de procurar instruir el respeto, la “buena educación”, el revelar el amor (la entrega) con el ejemplo. El que da: recibe. Eros lleva a volar a Psiquis hasta las nubes de los dioses y, solo allí, ella (el alma) le corresponde para siempre.

Así visto, el hombre se encuentra en una particular encrucijada. Entre el cielo y el infierno, el todo y la nada, el amor y el egoísmo, la felicidad y el vacío. Y, todo ello, a la espera (abrasadora) del destino, de lo sublime, de una señal del amor, que exige ser elegido y correspondido. Finaliza Octavio Paz respondiendo sus versos en otro ensayo: “Eros puede extraviarnos, hacernos caer en el pantano de la concupiscencia y en el pozo del libertino; también puede elevarnos y llevarnos a la contemplación más alta”. (O)