Cuando estamos hartos de que todos los días tengamos novedades en cuanto a la práctica de la corrupción como una realidad que hace parte del quehacer político, los ministerios, la justicia, la Asamblea, cuando todo se tiñe de ese fondo gris indefinido y putrefacto, donde rostros con sonrisas como muecas, planchados y brillantes, dueños de miradas desafiantes pretenden justificar lo injustificable, cuando con el mayor desparpajo siguen aferrados a puestos que han ejercido como una oficina de robo con traje y corbata o vestido y zapatos última moda, corteses en el trato y exigentes en el pago de coimas; cuando además pretenden desde el lupanar donde se encuentran dar lecciones de ética y fiscalización, y lo soportamos y no reaccionamos, sabemos que estamos tocando fondo como sociedad, como personas, como país.

Si nos miramos en el espejo de Venezuela donde la corrupción ha reducido un país que se asienta en petróleo, oro, diamantes a la pobreza extrema de millones de personas, sabemos que la corrupción no solo es sinónimo de robo, sino también de muerte. Porque mata el hambre, la falta de medicinas, además de los enfrentamientos en las calles en busca de libertad y comida.

Cuando eso sucede, sabemos que la corrupción es sistémica, afecta y contamina todo.

Frente a esa realidad que nos acosa también a nosotros, puede surgir el cansancio, la evasión, la descalificación, “no se puede hacer nada, todos son iguales”, la apatía y el quemeimportismo.

Se requiere mucha fortaleza para mantenerse firmes en la promoción de cambios que también deben ser sistémicos, es decir, abordar la totalidad y sus manifestaciones en la cotidianidad sin olvidar los casos precisos emblemáticos.

Para devolver la gobernabilidad y un mínimo de credibilidad en el quehacer político, la tarea debe ser rápida y de resultados visibles casi en lo inmediato y, a la vez, larga porque es un proceso que requiere un cambio de comportamiento colectivo y personal.

Para lo primero, para recuperar la confianza en lo inmediato hace falta que estén entre rejas los ladrones mayores, esos que ponen en peligro la economía del país y la vida de los habitantes de una ciudad como Esmeraldas, esos que han jugado con la confianza y credulidad de las personas, esos que solo les importa su dinero, su comodidad, su poder, su prestigio, su imagen, esos que son ladrones y asesinos.

Y para cambios de fondo habrá que invertir mucho en educación, para formar éticamente a todos nosotros, con una formación sistémica. Quien roba en lo poco, roba en lo mucho, quien miente en lo poco, miente en lo mucho. Y no se arregla con más cámaras, más rejas, más micrófonos espías, se encauza con una educación en valores que atraviese todo el quehacer humano, las relaciones, los negocios, el trabajo, las amistades.

Hay que rescatar los comportamientos éticos de personas, grupos, organizaciones, trabajadores, estudiantes, empresarios, vecinos y funcionarios, todos aquellos que han demostrado con su conducta el respeto absoluto a los derechos de todos y cada uno, que hacen a los demás lo que quieren que les hagan a ellos, que son respetuosos, claros, eficientes, honestos.

Ponerlos como ejemplo de líderes que imitar y de los cuales aprender. Hay que saber que es posible ser ético y tener éxito en el trabajo, en la vida familiar, en las relaciones. Hay que reconocer lo que se hace bien. (O)