Cuando participamos en grupos de whatsApp recibimos mensajes que sugieren evitar comentarios políticos o religiosos. Con el pasar de los días no aparecen de los primeros, aunque los religiosos se escurren entre buenos augurios para el día, bendiciones a cumpleañeros, viajeros y pésames. La forma virtual de encontrarse para compartir, divertirse con bromas, memes, anécdotas o fotos suele también ser fuente de información y contacto. Sin embargo, poco reflexionamos sobre cómo algunas personas deciden poner reglas sobre la participación, e indirectamente, la vida de otros y cómo tantos aceptan aquello para evitar conflictos.

Al leer las prohibiciones de hablar de política, pienso que en parte se explica esta época de anomia, de pereza de hablar y en consecuencia pensar, tiempos de mínima atención y lectura. ¿Será que la corrupción es rampante en nuestro país también por ese poco interés?

¿Por qué renunciar a la política, o mejor renunciar a discutir? ¿Es una forma de claudicar a la responsabilidad de ser adultos?

Se pide no hablar de religión, así quien no es participante de la misma iglesia, debe callar para evitar que su diferencia resulte ofensiva. Las personas religiosas tienen derecho a mantener sus costumbres, cada quien que viva su espiritualidad como quiera, pero sin renegar del que es distinto y entendiendo que pedirle a otro que calle es irrespetuoso. En los grupos que más censura hay, generalmente menos información documentada se distribuye. Muchos a falta de discusiones se dedican a pasar bromas racistas o xenófobas, a derrochar machismo sin reparar en la normalización de esos vicios. ¿Por qué el sexismo, los continuos memes y bromas en contra de esposas, suegras, y amantes son pocas veces repudiados? Tal vez porque si lo hace una mujer es por “feminazi” término de moda que ilustra aún más la ignorancia y prejuicio de quien lo emplea. Si es un hombre quien indica lo machista que es un comentario, lo tachan de “marica o chancleta de su mujer”. Y así vamos, tolerando a los mediocres que ponen normas para perpetuar el no pensar, el no discutir con argumentos, el no mostrar la información que tenemos, el dejar de crecer para que todo siga cómodo: sin cambios ni ofendidos.

La facilidad de prohibir viene atada al desconocimiento de la historia a favor del autoritario siempre temeroso de la disidencia. El problema no es solo que se censure una muestra de arte, una lectura discrepante, un comentario en un chat. El problema es tolerar esas formas que reprimen y condenan por la pereza a razonar, a aprender.

Para ser mejores ciudadanos también tenemos que mejorar nuestra débil democracia. Dejar esa pasividad que evita conflictos, que quiere solo subsistir sin crear, sin reflexionar, sin compartir ni enseñar lo poco que alguien puede conocer. Abramos las puertas a la deliberación. Esto no significa, por otro lado, abandonar el conflicto o silenciar a una de las partes, más bien es una exhortación no a tolerar, ni soportar, sino a escuchar, la palabra del otro, comprendiendo que la naturaleza del diálogo es conflictiva (lo que no quiere decir violenta) y que necesitamos más conflicto productivo en nuestra democracia, no más reticencia o censura ante el conflicto. Tal vez así más gente entregue sus saberes, comparta su conocimiento y sí, discuta para recuperar el civismo; a ver si dejan de asaltarnos los que se benefician de generalizar la apatía. (O)