Desde esta columna aplaudimos al señor presidente, Lenín Moreno, por ponerse personalmente a la cabeza de una campaña en contra de la corrupción y el desparpajo, con los que se han manejado los fondos públicos.

Sin embargo, aspiramos a que el tema vaya más allá, que apunte hacia una verdadera transformación.

Porque en la década reciente, a título de tener la razón y estar amparado en el voto popular, en nuestro país se hizo tabla rasa de la ley, que ha sido aplicada al antojo y conveniencia del poder único que pulverizó por completo la institucionalidad jurídica y democrática.

Lamentablemente, esa es la herencia que recibimos: un saldo negativo de credibilidad y respeto, pues en el concepto colectivo, ni la ley ni las instituciones han servido para detener esa avalancha de poder político que nos condujo a donde estamos hoy.

Por ende, el desafío no solo radica en combatir la corrupción y sancionar a los responsables, sino hacerlo observando el debido proceso.

Le pongo un ejemplo cotidiano para claridad del lector: si un ladrón roba una cartera en la vía pública, lo correcto es que un policía lo detenga, lo presente a los jueces, se siga un proceso legal en su contra y se obtenga una sentencia condenatoria. Lo incorrecto sería que el policía se declarara juez, lo encontrara culpable, lo llevara a un zaguán donde lo atara de pies y manos, le propinara una paliza y lo dejara encerrado sin comida por diez días.

Mientras me va leyendo, seguro piensa que soy ingenuo y confío en una justicia lenta y defectuosa. Más de uno alentaría al policía del ejemplo a hacer lo segundo.

Es que la desconfianza en la ley, en la institución judicial y en la figura de los agentes del orden, sumadas a la indignación propia de quien se siente perjudicado en su bolsillo, nos arrastran a actuar de manera impulsiva, pero no siempre correcta.

Eso mismo puede pasar en los casos que estamos viendo. Nos indigna, nos cuestiona como sociedad y nos causa repudio que se haya malbaratado y despilfarrado el dinero que debió destinarse a mejorar la calidad de vida de las grandes mayorías.

Empujados por esa indignación podemos caer en la tentación de hacer “lo que haga falta” para castigar a los culpables; pero ese puede no ser el mejor camino.

Lo que corresponde, entonces, es que las cosas se hagan bien.

Necesitamos que se respete el debido proceso, que se aplique la ley de manera objetiva, que se permita actuar a los funcionarios a los que la ley llama según cada caso, no por consideraciones con los detenidos, sino por devolverle la fuerza a las actuaciones judiciales, el respaldo a los funcionarios probos (que aún los hay) y la credibilidad de la justicia; y, sobre todo, para que en el futuro no se puedan “tumbar” los procesos mediante argumentos de forma, de los que se valen los corruptos para sostener su figura impoluta.

Esperemos con paciencia, los procesos son lentos, pero deben ser seguros. De lo contrario, los veremos volver. (O)