Hay de dos clases de fiebre amarilla, la “amenaza amarilla” fue muy popular en los años 30 y 40 del siglo pasado, cuando los gringos nos enviaban películas sobre los famosos, en esa época, detective Charlie Chan o Mr. Moto y Fu-Manchú, tiempos en que las relaciones chino-americanas no eran las mejores; pero eso ya pasó y nos queda desde ese entonces la fiebre que más ha molestado en Ecuador en los últimos 70 años, y es “la fiebre amarilla de taxistas” que se creen dueños del transporte público en Guayaquil y han hecho lo que les da la gana.
Hace dos o tres años, Nueva York celebró el aniversario número 100 del servicio de taxi en la gran metrópoli y nosotros en Guayaquil todavía sufrimos la ignominia de parar a un taxi amarillo y negociar el costo de la carrera, cuando muchas veces taxistas preguntan primero a dónde vamos, y siguen su camino cuando no les gusta el destino del humillado pasajero. Hace 20 años viajó un amigo a Berlín, en el aeropuerto lo recibió una taxista en un taxi Mercedes Benz para llevarlo al hotel, ella tomó las dos maletas, las puso en la cajuela y le abrió la puerta al pasajero, igual hizo al llegar al hotel y la taxista no aceptó una propina adicional. ¿Eso hacen taxistas en Guayaquil que se creen grandes empresarios? Ciertos sindicatos de amarradores obtienen prebendas como traer carros libres de impuestos, rebajas en los valores de las matrículas y siempre buscan la manera política de conseguir más a base de chantajes y promesas que nunca cumplen. Muchas personas se niegan a usar los servicios por la gran cantidad de asaltos que en algunos taxis amarillos se han perpetrado, basta ver las crónicas rojas. El taxi debe llevar obligatoriamente un letrero iluminado que diga “en servicio” o “libre” y transportar al pasajero y no negarse con el cuento de “no está esa dirección en mi camino” o “no puedo porque voy a almorzar”, etcétera. Deben lucir pantalón largo y camisa, ser amables, pulcros, cosas que muchas veces dejan que desear. Es verdad que algunos pasajeros se niegan a que usen taxímetro por desconocimiento de su funcionamiento. Hasta que el usuario comprenda y acepte el uso del taxímetro propongo que cuando suba al taxi pacte el valor de la carrera, se ponga a funcionar el taxímetro y el pasajero pague la tarifa que sea más barata. Esta fórmula al final de un año de prueba podría hacer que sea obligatorio usar taxímetro. Bien por la competencia, tendremos mejores opciones, ¡basta de monopolios! (O)
Alfredo Suárez Ramírez, Guayaquil