Esta es la pregunta que buscaría responder la película dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat, El ciudadano ilustre, que obtuvo el Premio Platino 2017 a la mejor película iberoamericana de ficción –además de mejor guion y actor– y a la que el jurado del Festival Internacional de Cine de Venecia de 2016 le dio la Copa Volpi al mejor actor (Óscar Martínez).

El relato del hijo pródigo o el retorno del escritor a su ciudad natal tienen larga data. Su propósito es comparativo: contrasta la vida que se tuvo con la que se tiene. Henry James lo fabula en su cuento El querido rincón. Su protagonista, Spencer Brydon, vuelve al Nueva York salvaje del que partió y se encuentra con el dilema de imaginar cómo habría sido él si se hubiera quedado. La respuesta se le revela en un espejo iluminado por una tormenta, donde se ve a sí mismo con otra expresión… y dos dedos menos. En el caso de El ciudadano ilustre, Daniel Mantovani emigró de un pequeño pueblo del interior argentino, Salas, y vivió a lo largo de décadas en Europa, donde publica sus libros y llega a ganar el premio Nobel de literatura. Saturado del éxito, preocupado incluso de que sea la constatación de haberse domesticado, Mantovani se vuelve un misántropo. No quiere más reconocimientos de la “vida literaria”. Hasta que un día recibe la invitación del alcalde de su pueblo para entregarle la medalla de ciudadano ilustre y ser jurado de un premio de pintura. Algo no resuelto se despierta en él y decide aceptar esa invitación.

El retorno es idílico y cómico en un primer momento. Hay una plasticidad y sencillez muy intensas en esta parte. Hasta Ramiro, el joven recepcionista del hotel donde se hospeda Mantovani, le entregará sus primeros cuentos para recibir una opinión. Pero de inmediato se producen malentendidos y la franqueza crítica de Mantovani hacia las interioridades de su pueblo entran en fricción. Lo que fue candor y orgullo por el artista nativo, se vuelve una violencia tópica de los infiernos grandes de los pueblos. Sin salirse de los cauces de su historia, El ciudadano ilustre sugiere esa tensión inherente a las voces críticas con los orígenes. No es posible la crítica y la revelación de los problemas sin el consiguiente desgaste y antipatía, al menos mientras una comunidad no entienda que el espacio de la crítica, y de la crítica en el arte, o a través de ella, es precisamente una zona permisible y necesaria, donde no hay que confundir las opiniones con el ataque personal. Los pueblos (o las comunidades e incluso las naciones) no entienden esto: su espacio se fija en una frontera incuestionable, casi tribal, donde las posiciones tienen que resolverse rápidamente y sin fisuras. Esa cohesión excluyente, casi siempre xenófoba, se basa en simplificaciones identitarias que encubren un contubernio. Es ejemplar que uno de los personajes más agresivos del pueblo sea un funcionario de un gremio de pintores que, al saber rechazado su cuadro del premio en el que Mantovani es jurado, lo agrede verbalmente y desata la persecución. Mantovani trata de asumir con naturalidad esa salida de tono, pero los acontecimientos lo superan. Mantiene su compostura hasta que descubre que debe marcharse (otra vez) de su pueblo natal.

–Lo simple y claro puede ser subversivo y perturbador… Hacerlo simple, siempre es un acto de generosidad artística.

Vuelvo a la pregunta: ¿por qué nadie es profeta en su tierra?

La explicación bíblica de donde viene la frase consiste en que no es posible creer que aquel niño hijo del carpintero, Jesús, pueda tener un don profético y ser el Salvador del mundo. Es como si fuera imposible compaginar el pueblo con el mundo. ¿Cómo aceptar la excepcionalidad en el mismo contexto de quien lo contempla y que no desarrolló nunca la misma aptitud?

El profeta frente a su tierra representa una exigencia que supera la fatalidad autocompasiva. No hay tal fatalidad del medio, solo la pereza, la falta de disciplina e imaginación, la nula capacidad de lucha. No se puede cifrar toda la explicación de lo mediocre en echarle la culpa al entorno. El “profeta” es un espejo crítico por sí mismo, y si a eso se añade la crítica explícita y verbal, la condena es irremediable.

Aquí es donde se resuelve la pregunta del personaje: ¿por qué, entre tantas invitaciones, Mantovani acepta la de su pueblo? Quizá porque se da cuenta de que no puede prescindir de esa perspectiva crítica que adquirió frente a lo que había heredado. No es una cuestión de contenido lo que le da su particularidad, sino una cuestión de perspectiva. Y la perspectiva se adquiere frente a cualquier sitio o tema, siempre que haya distancia.

El tópico dice: “nunca hay que olvidar de dónde se viene”. Quizá El ciudadano ilustre acota y matiza el tópico y hace avanzar un paso al señalar una verdad más profunda y menos contemporizadora: “nunca olvides lo que eres, de dónde sea que vengas, y aprende a mirar todo desde allá, pero no pretendas volver allá”. También quiere decir: “nunca te calles”. Quizá porque el mayor acto de amor a los orígenes es preocuparse por ellos y cuestionarlos. No contemporizar ni aplanarse, sino precisamente demostrar que la fuerza adquirida y la capacidad crítica desarrollada vienen de ahí. Y es que, además, el pueblo del que viene Mantovani es plano a más no poder. La mirada del escritor lo potencia. Revela, con su añadido artístico, una belleza y expresividad que probablemente, por sí solo, no habría tenido nunca.

Cuando está a punto de marcharse del infierno desatado, Mantovani comenta a Ramiro los cuentos que le había entregado diciéndole que tiene “una prosa simple, clara”.

–¿Demasiado simple?, le pregunta Ramiro.

–Lo simple y claro puede ser subversivo y perturbador… Hacerlo simple, siempre es un acto de generosidad artística.

De igual manera, esta película es una historia simple y clara.

No apta para urbanitas indolentes.

Ni para pueblerinos. (O)