Lo que importa de un escritor es su obra, dicen. Cierto. Pero cuando tenemos la suerte de conocerlos de manera directa, de constatar su humanidad, de interactuar con sus variados matices personales, el nombre se hace carne viva, tiene voz y color de ojos. Esto me pasa con muchos de los autores nacionales, a quienes trato por habitar en el mundo literario.

Las circunstancias me pusieron cerca de Mónica desde cuando era una adolescente, en la figura de la primogénita de una exalumna y colega. Destacaba en la clase de lengua de su colegio, llegó a la mención Literatura de la Universidad Católica y allí pude conocer esa impronta un poco incógnita que tienen los vocacionados por la creación: una reconcentración única, una puntería en el juicio, una capacidad de disidencia.

Sus estudios en España pusieron dirección a eso que ha sentido siempre: “la necesidad de escribir”. Esta declaratoria la hacen todos los escritores, pero hay que estar cerca de ellos para constarla: necesidad que aísla de la familia, necesidad que rompe esquema del calendario, necesidad que fragmenta el pensamiento porque se vive haciendo cosas y pensando en otras. Su carrera de publicaciones empezó en ese laboratorio que es el cuento (su pieza que integra la colección Emergencias, de Candaya, 2013 es un texto vital e ingenioso sobre la cacería de palabras), para pasar enseguida a la novela con La desfiguración Silva, La Habana, 2014, edición que formó parte del premio latinoamericano Alba narrativa.

Impacta mucho que una publicación novel alcance un premio internacional. La desfiguración Silva trae ese aval, pero se justifica por sí sola al ser un cuerpo narrativo multiforme, incrustado en un pasaje de la literatura ecuatoriana del siglo XX –el tzantzismo– y levantado sobre sólidos referentes cinematográficos y literarios. Los extraños hermanos Terán nacen en este texto, son ejecutores de arte y sus rarezas tienen un perfil inexplicado.

Son los mismos que aparecerán en Nefando (Candaya de Barcelona, 2016), junto a otros jóvenes atormentados por heridas que no se ven sino en sus estragos, y que son muchos. Nefando es una novela de la oscuridad del ser, una exploración del dolor gratuito, de la sexualidad destructora, de la anarquía que la vida puede seguir teniendo detrás de sus máscaras civilizatorias. Mónica Ojeda narra sin hacer ninguna concesión al lector, sin compadecerse de sus sorpresas o retorcimientos ante la posibilidad del sufrimiento y el mal.

Desde la ronda de presentaciones en España hasta los actos nacionales de lanzamiento, la novela ha conseguido muy buenos comentarios. Resulta interesante escuchar a la autora explicar sus motivaciones de escritura, confesar sus desconciertos y sus pasos hacia adelante. Ya está listo otro título. Sus compromisos académicos no la han separado jamás de su escritura.

Compruebo hasta la saciedad que a los lectores nos interesan las personas vivas que están detrás de los libros, las que torean la existencia concreta para levantar sus edificios de palabras, cruzando el aparatoso silencio que puede complicar a los demás en actitudes de complicidad o indiferencia. A lo malo hay que darle voz, de la conciencia brota el combate.

Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) arrancó luminosamente hacia el futuro literario. (O)