El domingo pasado se realizó en Venezuela una elección fraudulenta de constituyentes para reformar la carta magna y convertir al país en una dictadura constitucional. Es fraudulenta porque, según la Constitución actual, para convocar a una Asamblea Constituyente antes hay que llamar a un referéndum para saber si el pueblo la quiere (la Constitución que lo establece fue promulgada durante el gobierno de Hugo Chávez). Ante la falta de referéndum oficial, la Asamblea Nacional, el arco opositor y hasta la Iglesia católica convocaron a una consulta popular el domingo 16; contaron 7’535.259 votantes, todos en contra, como es lógico.

Como la oposición y el Parlamento declararon fraudulenta la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, el domingo pasado solo se podía elegir a los candidatos del Gobierno: la elección les iba a servir tanto si votaban siete como si hubieran sido 700 o 7’000.000, pero como había que superar el número de la consulta popular… inflaron los números. Así lo declaró la empresa tecnológica contratada por el mismo Gobierno para el conteo electrónico de los votos. Para colmo resulta que a los que no fueron a votar los pueden castigar con multas y penas que les complican la vida, así que hay que suponer que unos cuantos de esos votos no fueron del todo libres.

La Asamblea Constituyente que se eligió en la farsa del domingo tendría que reemplazar en sus funciones a la Asamblea Nacional, en la que hay abrumadora mayoría opositora, ya que Maduro no gana una elección en buena ley ni disfrazado de Mandrake el Mago. Así que está clara para todo el mundo la maniobra para avanzar con un zarpazo sobre un poder Legislativo que le resulta incómodo y al que ya intentó una vez dejar sin funciones con un artilugio tan desesperado como el de ahora.

Nada legitima más a los ilegítimos que los enemigos de afuera (ahí esta Cuba, que todavía alimenta su revolución de trapo con el odio a los gringos).

Fue este llamado ilegal a la constituyente y estas consecuencias los que provocaron en el país la desobediencia civil que vemos todos los días y que suma desde abril 121 muertos cuando esto escribo.

Hoy miramos asombrados y desde afuera cómo Maduro va a legalizar su propia dictadura, fregándose en unos derechos que no tiene. Pero también se friega en las mayorías porque tampoco las tiene para ganar una elección en buena ley. Lo miramos desde afuera y con todas las ganas y el vértigo de estar adentro, acompañando a todo un pueblo que lucha por su libertad.

Pero el gran desafío de Venezuela es arreglárselas solos, porque cualquier intervención exterior, hasta del papa Francisco, puede ser fatal para el futuro de la democracia venezolana. Nada legitima más a los ilegítimos que los enemigos de afuera (ahí está Cuba, que todavía alimenta su revolución de trapo con el odio a los gringos). Como en cualquier discusión, cuando intervienen los de afuera se pierde la legitimidad de los actos y todo puede volverse para atrás porque los que pierden legitimidad necesitan recuperarla a cualquier costo. Por eso rige más que nunca el sabio principio diplomático del no te metas.

Habrá seguramente gestiones que no conocemos, de un lado y de otro: la discreción es otro principio elemental de la diplomacia, tanto que no se conocen esos esfuerzos sino solo las gestiones que tienen éxito. Pero hagan lo que hagan los diplomáticos y los países a favor y en contra del régimen, a Maduro y sus amigos los fortalece que el mundo libre los sancione. Son puras declaraciones las medidas que tomen los gobiernos desde afuera, y sus consecuencias serán peores si hacen sufrir más al pueblo de Venezuela.

Quizá sea por eso que tengo esas ganas locas de agenciarme un casco de moto y una máscara antigás para sumarme a la desobediencia civil en las calles de Caracas o de cualquier otra ciudad de Venezuela. Hoy es hoy y es cuando los venezolanos están a punto de cambiar la historia de Venezuela. (O)