¿Han visto cómo a Pinocho le creció la nariz por mentiroso? Pues a los columnistas, con el tiempo, lo que nos empieza a crecer es el dedo índice. De tanto andar señalando, opinando, sermoneando, uno termina por subirse al púlpito de la arrogancia moral. Allí encaramados, “revelando” lo que creemos importantísimos argumentos a favor o en contra, hablando con la boca demasiado abierta (lloviznas de saliva bañando a nuestros indefensos lectores), nos ataca ese síndrome caracterizado por el crecimiento anormal del dedo índice, y puede llegar a tal punto que lo veamos descolgarse del púlpito y arrastrarse, viperinamente, entre las piernas del público.

A mí, al menos, me sucede: despertarme con chuchaqui moral por haber defendido fanática e ingenuamente causas bonachonas, como si fuera un ángel, yo, como si no fuera yo contradictoria e imperfecta, por decir lo menos. Me despierto con un regusto a hipócrita en la boca, con terror de mirarme el dedo y encontrarme con que creció otros dos centímetros. Tener la razón, ay, tener la razón, ¿no es la causa última de guerras, peleas, palizas, abusos, separaciones, divorcios, venganzas?

Tener la razón hasta las últimas consecuencias, comprobar, a ojos de todos, a ojos del mundo, que yo tenía la razón y tú te equivocabas. Invocar incluso a la Justicia Divina que vendrá en el Fin de los Tiempos para demostrarte que tú te equivocabas y yo estaba en lo cierto. Toma. Castigar a los incrédulos, a los escépticos, a los que nos llevan la contra, a los que no nos comprenden. Denunciar, justicieros, las injusticias, los pecados de los otros… Pero aquello que a primera vista parece loable puede resultar peligroso. Nada más dañino que lo que se disfraza de justicia y en el fondo es mala leche, venganza, obstinación, vocación didáctica mal encaminada. Todo denunciante se ha considerado héroe.

Por supuesto tendré que contradecirme diciendo lo obvio, que existen casos de veracidad comprobada, francamente escandalosos, y denunciarlos nos parece un deber. Qué indigno callar ante la injusticia, hoy que estamos tan convencidos de que todo hay que decirlo, sacarlo a la luz, castigarlo, recordarlo. Pero llega un punto en que ese dedo, tan acostumbrado a denunciar a sus anchas, nos ha crecido de más. De tanto señalar a los tiranos obvios, ha olvidado arriesgarse a ver más allá de lo evidente.

Qué gran carga para el mundo son los fanáticos, porque incluso los “malos” creen que son los “buenos”, y consideran que están señalando, denunciando (o eliminando) al culpable.

Leyendo las opiniones publicadas y autopublicadas, uno tiene la impresión de vivir rodeado de angelitos que van por la vida cabalgando en los coloridos ponis del amor por la humanidad y el medio ambiente, la justicia social, la equidad de género y esa larga lista de causas maravillosamente buenas. ¿Y qué si de vez en cuando tenemos un par de ideas de esas que no te ganan el aplauso de nadie, de esas que van en contra de lo que la mayoría en ese momento considera correcto y admirable? ¿Por qué otorgarle el privilegio de expresarlas solamente a una mente obtusa, irresponsable e irreflexiva como la del señor Trump, y darles la razón a sus votantes a quienes no dudamos, los bienpensantes, en señalar con nuestros largos dedos acusadores?

Porque claro, qué tentación opinar lo que ya piensan todos, así a uno lo aplauden por correo y en redes sociales agradeciéndole por publicar “justamente lo mismo que pienso yo”. Cuando la gran tragedia de la humanidad es que personas que piensan distinto sean incapaces de dialogar, de convivir con la incertidumbre y la ambigüedad, de tomarse a sí mismas con sentido del humor. Qué gran carga para el mundo son los fanáticos, porque incluso los “malos” creen que son los “buenos”, y consideran que están señalando, denunciando (o eliminando) al culpable.

Convencidos de estar en lo cierto, qué liberador es encontrarnos con hechos, miradas e historias que nos revelan otra forma de ver las cosas. Es vital aprender a imaginar diversas posibilidades de ser y vivir. La buena literatura es para ello una gran maestra. Y el sentido del humor nos salva de tomarnos tan en serio a nuestro ego y sus “convicciones”. Imaginación y sentido del humor deberían ser las nuevas virtudes cardinales.

Quizá pasamos demasiado tiempo opinando y muy poco tiempo reflexionando, investigando, riendo, soñando, observándonos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea, sin juzgar. La próxima reina entrará gritando: ¡que les corten el dedo! Y aunque de eso se trate la profesión del periodista, de señalar, denunciar, mostrar, demostrar en absoluta libertad, todo hay que decirlo: si nos crece de más el dedo índice, corre el riesgo de perder su rigor, especialmente cuando acostumbra señalar siempre en la misma dirección, se vuelve mórbido, resentido. Lo mismo vale para todos los opinólogos, periodistas o no, incluida su servidora, que se ha despertado hoy, ya ven, con ganas de no tener la razón y de que le corten, aunque sea un poquito, ese dedito acusador. (O)