Con la mirada fija frente a esta página me doy cuenta de que llevo quince días fuera del mundo, viviendo a ciegas, dando vueltas en círculos cerrados, topándome a cada rato con cosas y recuerdos de mi infancia, ajena al desangre del hermano pueblo de Venezuela, ajena a la crisis que nos golpea con fuerza, llevo quince días ensimismada, de duelo.

Voy a usar y abusar de este espacio para agradecer de todo corazón a todos mis amigos y familia, y en especial a los lectores que sin conocerme me han enviado mensajes solidarios. Agradecer entrañablemente a la gente de este Diario que me llamó a dar un abrazo cariñoso; y, quiero agradecer a la vida por todo el tiempo que me regaló una mamá, esa mamá, no cualquier mamá. Esa señora decente con una dignidad de hierro que mantuvo hasta el final: yo me baño parada, dijo dos días antes de morir. Y es que fue necia, independiente, liberal de cepa como su padre y su antepasado el general Manuel Tomás Maldonado. Insoportablemente estricta y ordenada, pero con una dulzura infinita, poseedora de un sentido del humor tremendamente oportuno y lapidario. Jamás la oí levantar la voz, las órdenes las daba con los ojos, esos enormes ojos negros que fueron perdiendo su luz, pero nunca su intensidad.

Ahora duele su ausencia, pero duele sobre todo el tener que profanar su espacio, hurgar su vida y encontrar no solo su perfume impreso en la seda de sus docenas de pañuelos, sino sus afectos impresos en cartas, fotos, postales, recortes, tarjetas... Revisar su ropa, confirmar lo vanidosa que fue, recordar ¡cuánto nos costó bajarla de sus tacos altos!, las veces que nos hizo regresar porque se olvidó de ponerse aretes o perfume. Levantar su casa duele casi tanto como su ausencia.

Duele enfrentarse al final de esa familia que fuimos, de esa mesa generosa que nos acogía, de ese sofá mullido en el que cabíamos todos. Nos toca reinventarnos, empezar a ser una familia sin núcleo, porque seguiremos unidos, a pesar de la distancia, seguiremos siendo respetuosos y solidarios, porque somos diferentes. Seguiremos siendo la familia unida que ella siempre quiso. Nunca nos permitió decirnos un insulto entre hermanas, de chicas peleábamos con muecas porque ¡pobre de la que diga una palabra fea a su hermana!, norma que logramos transmitir a sus nietos, a esos “cinco como un puño” que seguramente continuarán con su legado.

La contradicción se me ha instalado en el pecho. Siento tranquilidad de haberla visto irse en paz y una pena profunda de no verla más. Tengo miedo de no tener espacio para tanta ausencia y felicidad por tanto recuerdo. Pienso que vivió suficiente y tenía derecho a morir, sin embargo, me siento huérfana. Pero lo más importante es saber que sus hijas y nietos somos lo que ella y papá siempre quisieron: gente de bien, gente a la que jamás, nadie, ni por mal pensamiento, se atreverá a dar un “cheque de cortesía”.

Cierro mi duelo compartido agradeciéndoles nuevamente por tanto cariño. Ella vivirá en nuestro recuerdo y eso ya es bastante para agradecer a la vida. (O)