En mi anterior columna ensayé una introducción a la metáfora. Me refería a la ventaja expresiva, esa capacidad de cavar hasta las profundidades, que conlleva lo artístico. Esta vez quería reflexionar sobre nuestra necesidad de hablar con metáforas y, al mismo tiempo, la constante renovación que estas suponen. En realidad la idea del artículo, como sucede generalmente, la “saqué” de la más pura y descarada cotidianidad. Me encontraba con un grupo de amigos y de repente caí en cuenta de la letra de esa canción de Maná Bendita tu luz, bendita la luz de tu mirada. ¿De tu mirada?

No hay que gastar nuestras neuronas ni estimular nuestra imaginación para recrear a una persona que emite luz por los ojos. No hay que imaginarla con dos ojos como faros, con dos ojos literalmente en llamas, incendiándose, ni confundirla con el protagonista de los X-Men. Lo vemos claro: es una metáfora. Sin embargo, no vemos tan claro lo que significa esa “luz”. Precisamente esto es lo alucinante de lo metafórico. Es más certera y absoluta la descripción de los ojos de ese ser amado si decimos, acaso sin el menor esfuerzo, que son luz, que son faro, que son el sol, que son fuego, esperanza, temblor, estrella. “Dos saltos al vacío”, como esbozó Cortázar en un cuento.

¿Cómo más expresar esa experiencia inefable, subjetiva de cabo a rabo, de ver los ojos del amado, de ese sentir en el corazón con solo rozar la mano del otro? No hay palabras, no hay lenguaje “plano”, directo, para explicar ese sentimiento, esa realidad, esos ojos. Thomas Wolfe diría que no tenemos “lengua” ni palabras para expresar ese misterio de lo sublime: “We lack a tongue that could reveal, a language that could perfectly express the wild joy swelling to a music in our heart” (Nos falta una lengua que podría revelar un lenguaje que podría expresar perfectamente la salvaje alegría hinchándose a música en nuestro corazón). Hay cosas como el amor que no se pueden enfrascar en palabras, en explicaciones más o menos argumentativas, demostrables. Tal vez de allí que uno tenga que decir varias veces a la misma persona, tal vez varias veces el mismo día o el mismo momento, que la quieres. La palabra sin duda no agota lo que sugiere, lo que revela.

Así, la metáfora se vuelve el instrumento para extraer de lo profundo del ser, por ello algo profundamente subjetivo, lo que flota allí sin encontrar asidero. En la novela La invención de Morel, de Bioy Casares, en determinado momento el protagonista se “enamora” de una chica con la que se encuentra en distintos lugares sin llegar a dirigirle palabra. Llega a decir de ella que es “sublime, no lejana y misteriosa, con el silencio vivo de la rosa”. Claro, podría habernos dicho sencillamente que era hermosa y que no le hablaba. Pero eso no haría justicia a lo que veía/sentía el protagonista/escritor. Él la veía/sentía como una rosa en silencio. Y los de Maná veían luz en los ojos. Y Bacilos se pregunta por qué cuando dos enamorados están juntos “brillan”. Ser “necesario”, no es lo mismo que ser “mi cielo”, ni “mi vida”. (O)