Las ciudades tienen algo que las hace únicas. Y Guayaquil es una demostración. Sus habitantes, su manera de caminar, hablar, vestirse sin complejos, contentos de ser lo que son, altos, bajos, delgados, obesos, en general, cada uno va orgulloso por la calle con ropa que imita la última moda y los colores de vanguardia. Los perfumes, los olores, los ruidos, los árboles, los pájaros, la basura recogida o en las calles, las rejas que adornan o separan, el transporte masivo y el tráfico enloquecedor. Las comidas de los puestos ambulantes, el olor de las panaderías, el pitar de las ambulancias, las luces de los vehículos policiales, los tambores y cantos de las barras de equipos de fútbol, y el río, siempre el río, que parece ir a contravía unas veces hacia el océano, otras hacia las montañas. Los lechuguines, el estero, los mangles, las garzas, y el ruido, la música estridente. Los colegios y escuelas, las universidades, los jóvenes tomados de la mano con mochilas a la espalda y los ancianos sentados en los parques o en los balcones viviendo el tiempo que pasa. Los negocios, las ventas, la Bahía y los tendidos en las calles de los barrios, los juegos de indor y de vóley, y el bingo en los barrios populares. Los centros comerciales, lugar de compra o de ejercicio de caminata con aire acondicionado; los pasos a desnivel y las obras de arte de sus pilares, las calles polvorientas de Fortín, y el enjambre de niños atrás de una pelota.

Guayaquil es una euforia, una canción de hip hop o de rock, un pasillo, un bolero, una balada o una bachata. Pero también es la tranquilidad de atardeceres en el Salado o de recorrido de calles con jardines en barrios residenciales o de perros amenazantes cuando no conocemos el lugar que recorren las tricimotos. De taxistas que discuten por el precio de la carrera, nos hacen escuchar los comentarios radiales de los resultados del fútbol el día lunes, o salsa, cumbia y recetas religiosas a todo volumen, mientras se escurren entre los semáforos, vociferando contra los buses. De los velorios con música y juego de cartas, misas de exequias en barrios populares donde la mitad de fieles están borrachos mientras el sacerdote habla del juicio final, o ceremoniales sobrios y sobrecogedores llenos de respeto y a veces desfiles de modas.

Amo esta ciudad y su algarabía.

Creo que deberían organizarse tours con hospedaje incluido de un barrio a otro. Por ejemplo, que moradores de Los Ceibos, Urdenor, barrio del Centenario, vayan una semana a vivir en una casa del Fortín, Nigeria o Cristo del Consuelo. Compartir mesa, baño, servicio higiénico, diversión, televisión, ruidos y transporte. Y viceversa.

No sé para quién sería más difícil la adaptación, pero seguro que aprenderían mucho unos de otros.

De sus valores, de sus carencias, de lo que sobra y de lo que falta.

Y lo mismo con los colegios, una semana de pasantía entre alumnos de escuelas de sectores populares y de colegios de clases altas, en los mismos cursos y con las mismas materias. Viviendo cada quien en la casa del alumno del intercambio. Solo comunicándose lo indispensable con sus familias y sin posibilidad de acortar el tiempo de estadía.

Seguro que habría múltiples descubrimientos, acercamientos y comprensión de diversidades, injusticias y valores que ayudarían a hacer de esta ciudad cada vez más la Perla del Pacífico. (O)