Había un cementerio de animales en la autopista y sin embargo todo olía a flores. A flores artificiales: a detergente, desinfectante, perfume, champú, desodorante, jabón antibacterial. Había mapaches y zarigüeyas y venados muertos al filo de la interestatal, serpientes prendidas al asfalto como cintas de papel, vaciadas una y otra vez bajo las ruedas de un camión, un Dodge, un Buick, un Chevy. Las autopistas estaban bordeadas de parqueaderos y centros comerciales en donde uno comía en cajas de poliestireno y bebía en enormes vasos de plástico, agua helada con hielo, en locales donde el aire acondicionado te hacía olvidar de que era verano. De que afuera el sol y la humedad descomponían los cuerpos de las criaturas que conviven con nuestra voracidad.

Llegamos a orillas del río Mississippi. Sol de verano. Nos escondimos en el único café a la vista, un Starbucks donde el aire acondicionado soplaba como viento de estepa siberiana, mientras clientes en shorts y camisetas bebían milkshakes de chocolate y cafés aromatizados con marshmallows y galletas y vainilla y triple sabor a caramelo, en vasos plásticos que llevaban escritos sus nombres (la vendedora, sonriente: ¿cómo te llamas, honey?). Salimos. Corriendo. Afuera el calor ondulaba por las calles y una marea de gente se dirigía toda al mismo lugar, vistiendo la misma camiseta de color rojo intenso. Hoy hay béisbol, nos dijimos.

Las autopistas estaban bordeadas de parqueaderos y centros comerciales en donde uno comía en cajas de poliestireno y bebía en enormes vasos de plástico, agua helada con hielo, en locales donde el aire acondicionado te hacía olvidar de que era verano. De que afuera el sol y la humedad descomponían los cuerpos de las criaturas que conviven con nuestra voracidad.

Pareces una fan más de los Cardinals, me dijo mi esposo, señalando mi vestido, ese vestido rojo que llevo usando desde hace ya demasiados veranos y en el que jamás pensé sentirme, de repente, parte de todos, ni de más ni de menos, combinando con el resto de la humanidad. En St. Louis, Missouri, en un improbable viaje tan lejos de mi nuevo hogar en Alemania, y lejos también de mi país natal, por fin combinaba con mis prójimos cual feligrés en iglesia. A punto estuvimos de abandonar los planes turísticos del día y colarnos en el estadio. Quizá todavía entendería algo de béisbol. Lo jugaba de niña en el patio de mi casa. Lo veía en esas películas y series estadounidenses que me criaron.

Finalmente descartamos la idea del estadio. Pasamos de largo hasta llegar a un edificio con aire gubernamental e histórico. De mármol. Con cúpula. Monumentos y escalinata. Era la víspera del 4 de julio, Independence Day. Una multitud de turistas locales (blancos, rubios, rubicundos, rubenescos) subían y bajaban, entraban y salían del edificio que, según rezaba una placa a la entrada, era el antiguo Palacio de Justicia, un pedazo de historia americana. Allí se había realizado la primera audiencia del caso Dred Scott (1856-57), esclavo quien junto a su mujer había exigido su libertad. En vano. Dred Scott se convertiría en hito de la larga lucha entre abolicionistas y antiabolicionistas. La Guerra Civil era inminente. Al final, triunfó la libertad…

Cuenta la historia. Inspirados por esta anécdota, nos disponíamos a entrar al edificio cuando de detrás de una columna de imitación griega surgió un hombre, el primer afroamericano que veíamos desde nuestra llegada a St. Louis, y nos rogó que le regaláramos unas monedas (en Nueva York, Cleveland, Washington D.C. veríamos repetirse una y otra vez la misma escena, siempre a la sombra de la historia oficial). Mientras que adentro, en el antiguo Palacio de Justicia, todo era mármol, euforia patriótica, orgullosas selfies con las banderas de franjas y estrellas.

Olvidada e ignorada, en un rincón del edificio encontramos una sala con una muestra que reflexionaba sobre la expansión de la frontera estadounidense hacia el Wild West. De pronto mi hija se quedó clavada ante dos fotografías: en la primera se veía a dos niños sioux, de ojos tristes y severos, vistiendo su ropa tradicional, cabello largo, en la cabeza un imponente tocado de plumas. En la segunda foto les habían arrancado a tijeretazos el cabello, llevaban unas camisas de cuello tieso y almidonado, la sombra de la “civilización” europea posándose sobre su mirada. Se le fueron las lágrimas a mi hija, habrá comprendido lo que se ocultaba tras la leyenda explicativa: “niños enviados a escuelas para su reeducación…”. Habrá comprendido la historia detrás de las banderas, de las pompas patrias, los fuegos artificiales. La historia que vive en las miradas de esos niños como en la de ese descendiente de esclavos hoy esclavizado por la pobreza. En esa cabeza de búfalo, cazado hasta su extinción por los colonizadores, en esa carreta repleta de provisiones y armas con la cual se lanzaron a dominar el Wild West... Una historia que continúa hoy en esos cementerios de animales a orillas de las autopistas, en la orgía de plástico y aire acondicionado y milkshakes de mil colores y sabores, en esos paraísos artificiales con los que se pretende destruir todo lo que de sutil e indomable tiene la naturaleza. (O)