Si nadie puede ser malo voluntariamente como lo quiso Sócrates, nuestra culpabilidad real depende del desarrollo de nuestra conciencia. En este caso, así como me contestó Juan Manuel Serrat: “Más que culpables debemos sentirnos responsables”. Cargo en mi persona ética muchas faltas a las que sigo deplorando.

¿De qué debemos sentirnos culpables? Pues de tantas cosas: no amar, ser injustos, maltratar, contaminar, robar, matar, calumniar, explotar, destruir, mentir en cosas esenciales, volvernos fanáticos. Si violar es imponer un acto sexual en contra de la voluntad de una mujer, el mismo esposo puede llegar a ser culpable.

Nunca admití que pudiésemos nacer culpables, necesitando por la misma razón ser bautizados para lavar nuestra alma de una mancha milenaria. Tampoco me siento culpable de que los romanos hayan crucificado a Jesús o que Hitler haya invadido a Rusia. En realidad sabemos que Adán y Eva nunca existieron, no sé a quién se le ocurrió que el árbol del bien y del mal podía ser un manzano, no puedo imaginar un paraíso que incluya prohibiciones ni logro concebir que existiera un ser humano privado de curiosidad, tampoco que la mujer cargue con la culpa. La duda es la piedra angular de la inteligencia, nadie puede reprocharnos exigir pruebas fehacientes para adoptar cualquier creencia o filosofía. Tampoco considero que el hecho de andar desnudo o trabajar sean maldiciones, me alegro de que la mujer pueda parir sin dolor, me sigue indignando que se la haga responsable hasta de nuestro fallecimiento: “Por la mujer comenzó el  pecado,  por culpa de ella morimos todos”, reza el Eclesiastés y remata: “No hay peor herida que la del corazón, ni peor maldad que la de la mujer”. “Si no se somete a ti, apártala de tu compañía” (Eclesiástico 25-26). El Corán anda por iguales chaquiñanes proponiendo despiadados castigos hasta el mismo maltrato: “Aquellas cuya animadversión   temáis,  amonestadlas primero;  dejadlas solas en el lecho; luego pegadles;   pero si entonces os obedecen, no tratéis más de hacerles daño”. O sea hay que pegar sin dejar marcas, el castigo es la privación del acto sexual.

Cuando era un niño bueno, encarrilado sin mi consentimiento hasta determinada religión, el cura de mi pueblo nos sermoneaba hasta dejarnos estresados: “Cada pecado que tú cometes es una espina más en la corona de Cristo crucificado”. Pasé noches sin lograr conciliar el sueño por terror a los demonios. Cuando un rayo iluminaba la sala y se oía un tremendo estruendo, me decían que era la ira de Dios por causa de mis travesuras. Zeus y Jehová me lanzaban advertencias desde el Olimpo o desde un cielo que nunca logré localizar ni pude imaginar más allá de la bóveda celeste. Las imágenes que mandó el telescopio espacial Hubble me ayudaron a disipar todas mis dudas. Difícil es que alguien pueda convencerme de que millones y millones de humanos fallecidos estén alojados para siempre en sitios paradisiacos de los que no tenemos descripciones, o una gehena de fuego en las que nos rostizaríamos como bifes chorizos, siendo entre las peores faltas cometidas nuestras deliciosas travesuras amorosas. (O)