“El que se va de Quito pierde su banquito, y el que vuelve de Suiza se sienta aprisa” (Juego infantil ecuatoriano).

Ah… ¡El poder! Esa cosa leve y contingente: se tiene o no se tiene. O una mañana se tiene y al mediodía ya no se tiene. Nada evidencia tanto la vacuidad de nuestra condición de sujetos del inconsciente como la relación que tenemos con el poder. Como decía Lacan: el sujeto es lo que un significante representa para otro significante. O para decirlo en sencillo: carecemos de esencia, de condición de ser, apenas “somos” hombres, maridos, mujeres, esposas, madres, médicos, ministras, militares, futbolistas, asesoras, sumos pontífices o cualquier cosa que creamos que nos representa ante los demás, tan carentes como nosotros. Es decir, si “somos” algo, es para el Otro y para los otros. A lo sumo, el nombre propio es el significante en el que mejor sostenemos la ilusión de ser, aunque descubramos que hay otros que se llaman igual que nosotros, incluyendo varios antepasados, algunos de penosa recordación.

Pero existe otra representación aún más insustancial que las anteriores: la de “ser un ex”. Melancólico predicamento el de un ex ministro, director, docente universitario, alcalde, general del Ejército, gerente, juez, presidente de la República… La lista es inagotable y llega hasta el extremo del que presume de “exexiliado”, que volvió de Miami, Panamá, Buenos Aires, o donde sea, lo que resulta común en nuestra vida social y política. Quienes se sostengan solamente en los significantes pretéritos que ellos creían que les confería alguna esencia, están condenados a parafrasear el tango: “Si arrastré por este Twitter la nostalgia de haber sido y el dolor de ya no ser”. Así, cuesta abajo en la rodada, resentirán la supuesta “ingratitud y deslealtad de los hombres… y de las mujeres”, y se la reprocharán a sus antiguos colegas y colaboradores. En el mejor de los casos, apenas conseguirán una placa conmemorativa con su nombre en algún lugar público. Porque quien aspire a ser un héroe o un prócer que haga historia, habitualmente termina “siendo historia”.

Nadien somos indispensables”. No recuerdo cuándo ni dónde escuché por primera vez el vulgarismo quiteño, gramaticalmente incorrecto pero verdadero acerca del sujeto y su falta de ser. Les duele verificar que los procesos, las instituciones, los demás y la vida en general sobreviven a los “ex”, por meritoria o fallida que haya sido la labor cumplida en esa función que los representaba ante el resto. Pero así son las cosas. En tanto sujetos somos evanescentes, y en tanto vivientes somos mortales. Es lo que nuestro narcisismo se resiste a admitir: que somos in-significantes frente a la verdad de que la existencia de las sociedades y de las culturas se sostiene en las instituciones y en las estructuras que nos preceden y nos sobrevivirán, empezando por la del lenguaje. Es lo que el arraigado narcisismo de los ecuatorianos no puede aceptar. Un pueblo que demanda mesías y refundadores cada cuatro años, ante la pereza que nos causa la tarea de remediar la bicentenaria fragilidad de nuestras instituciones, para darles un fundamento que trascienda la vanidad de cada ciudadano y la de cada salvador (re)electo.

(O)