Hace unos días recordé algo que me sucedió en mis primeros momentos universitarios. En concreto, uno de esos incipientes encuentros con los trabajos de investigación de los que se espera que se publiquen en revistas académicas. Era una investigación bibliográfica. Para ese entonces ya había tenido indicios de lo que era literatura de verdad, en contraste con esos inadecuados sucédanos que por tener palabras no técnicas y, quizá exclusivamente por fines comerciales, han calificado de literatura. Entonces opté por citar en algún momento a Poe o a Shakespeare: parece que fue un craso error. ¿Por qué? La respuesta fue sorprendente, insólita, tristemente común en el mundo de los falsos académicos (esos que usualmente se vanaglorian con ese título). Resulta que los escritores de literatura no están a la altura de los ilustres desconocidos que escriben de sociología o de derecho. Incluso revelan con ello una realidad más profunda, por ello más vergonzosa: reducen la literatura a un mero pasatiempo, a un entretenimiento más aburrido que el reguetón. Que su valor a lo sumo es estético (que no es poco, sin duda), pero que no es “serio”.

Burlarse de Shakespeare de esa manera no es siquiera una falta de respeto, es simple y llana zafiedad, redonda vulgaridad. Era tan gran escritor que hay teorías de que no existió, que era un grupo de personas que firmaba en conjunto bajo seudónimo.

Pero la literatura, la poesía, el arte no tienen simplemente esa finalidad de quemar el tiempo o de llenar nuestra cabeza de sueños (algo que ya es bastante para nuestra sociedad desesperada y perdida). Decía Jorge Luis Borges que “cometemos un error muy común cuando creemos ignorar algo porque somos incapaces de definirlo”. Ese podríamos decir que es el valor del arte que he procurado esculpir a lo largo de estas líneas (ni el único ni el más importante). Esas obras de Octavio Paz, de Wallace Stegner, de Bécquer revelan las verdades del espíritu, las que no son demostrables, las que se intuyen, por las que el corazón bienintencionado se decide. Nadie ha visto a la justicia, a la verdad o al amor corriendo, saltando. Son realidades incorpóreas que nos rodean. Y los artistas las insuflan de materia (palabras, ritmo, colores, etc.) para encarnarlas.

“(…) la metáfora no es adorno, ni hinchazón del lenguaje, ni esa joya que suponían los retóricos latinos, sino el único modo que tiene el hombre de expresar el mundo subjetivo”, con esas palabras Sabato (La Resistencia) se refería a ese artilugio propiamente artístico que relaciona, en una transmutación ascendente, las realidades físicas con las espirituales. Autolimitarnos a un conocimiento contextual, circunscrito a nuestro nivel de estudio, al desarrollo tecnológico como es el científico, es cerrarnos a un vastísimo nivel de realidad en el cual se asienta la belleza de un poema o del mar. Ese no sé qué del amor, intenso, contradictorio, innegable.

Finalmente, qué frívola investigación la de concluir la grandeza o no de un escritor según su nacionalidad, su familia, su ideología. Para qué limitar la poesía a un estudio historicista, cuando en carne viva lo único que son los poemas, como concluyó Huidobro, es incendio. (O)