Paul Eluard afirma que cada ciudad tiene los árboles que se merece: no dejo de pensar en ello cuando visito Mendoza; dicen en la comarca que tiene más árboles que habitantes. Cuenca me inspira sentimientos parecidos con sus álamos, cipreses, olivos, durazneros, naranjos, nogales, palmeras y tantos más. Hay sauces llorones reflejados en el Tomebamba, pinos en los parques, tengo un afecto especial por el arupo quizás por sus flores de color rosa, tal vez por su nombre en latín, pues Pubescens suena sensual, algo erótico, evoca de inmediato versos de Catulo “de rosis pubescentibus ut flos in saeptis nascitur (como la flor que nace en jardines cercados), aquellos arupos en los huertos cuencanos no terminan de ruborizarse.

Alberto Cortez, Jacques Brel, Gilbert Bécaud dedicaron canciones a estos árboles que todos adoptamos en nuestra infancia, desgarrando pantalones cortos para alcanzar frutas, hacer llover flores. Beethoven decía que más respetaba a un árbol que a muchos seres humanos. Una cosa es abrazarlo para crear anécdotas, otra es, por empatía, sentir cómo fluye la savia en la filigrana de sus hojas.

Rosalía Arteaga debe de haber tenido una vida anterior en Japón, pues se necesita una sensibilidad oriental para desgranar metáforas como lo hace en uno de sus libros dedicado a los árboles de Cuenca, recordando quizás los haikus clásicos: “Un mundo que sufre bajo un manto de flores”. ¿Por qué escogen tantos extranjeros a Cuenca para pasar los últimos años de su vida? ¿Será porque tiene de todo: cuatro ríos, árboles, flores, bordados, platería, vitrales, tejidos, artesanía, balcones, patios, mercados, barros, iglesias, conventos, una gastronomía original, una gente amable? Los grandes árboles de magnolia ostentan flores blancas que parecen brotar barnizadas de un bodegón holandés del siglo XVII. La flor de magnolia inspiró al poeta José María Egas, pues encontraba en su rocío una metáfora pudorosa para evocar la intimidad femenina. También están los eucaliptos, cuyas hojas usé para elaborar mis primeros cigarrillos al estrenar mi incipiente barba.

En el jardín de la casa paterna donde pasé mi infancia sigue de pie un roble, guarda en su tronco dos corazones traspasados por una flecha, yo tenía 9 años, ella se llamaba Suzanne, soñábamos con un amor eterno: “Cuando hayas cortado el último árbol, contaminado el último río, pescado el último pez, te darás cuenta de que el dinero no se puede comer”. José Martí murió hace 122 años, pero aquella frase profetizó la decadencia en la que se halla nuestro planeta en pleno siglo XXI.

Recuerdo una tarde en que tuve una tertulia melancólica con Rafael Carpio Abad, compositor del pasacalle Chola cuencana. Él me decía que recordaba los capulíes de su infancia, aquellas frutas aromáticas que ya no encontramos en nuestros supermercados. Un proverbio sioux reza: Cuando la sangre de tus venas retorne al mar y el polvo de tus huesos vuelva al suelo, quizás recuerdes que esta tierra no te pertenece a ti sino que tú le perteneces a ella. En el futuro, un litro de agua costará mucho más que uno de gasolina. Nos dejamos invadir por todo lo que creemos poseer. (O)