Es muy difícil mantener un diálogo con quien o quienes creen tener siempre la razón y además están orgullosos de ello, de su perspicacia, de su saber, de su fortaleza, de su superioridad, de la importancia del puesto que ocupan (u ocupaban…), que usan para imponer pareceres, juicios, opiniones, decisiones, acciones y no admiten un posible “quizás me equivoqué, tal vez esa no era la manera de hacerlo, o qué pasaría si revisara mis convicciones y escuchara a quienes tienen opiniones diferentes sobre temas que nos son comunes?”.

Y generan un ejército de gente sumisa, dispuesta a obedecer órdenes y a defender esos argumentos a como dé lugar bajo el escudo de fulanito dijo… el líder dijo…

La famosa experiencia de Stanley Milgram es agobiante en cuanto a los resultados. La sumisión a la autoridad es una de las mayores causas de violencia, más, mucho más que las condiciones sociales, o las diferencias de género. Conformarse y hacer lo que le indican sin siquiera pasarlo por el filtro de lo que pensamos o queremos, convertir a los demás en especie de recipientes de decisiones ajenas, “debe hacerlo porque es una orden, porque así se decidió, porque es una costumbre: de la empresa, la organización, el partido, el club o lo que sea”, convierte a los seres humanos en robots que esperan los momentos libres para ser ellos mismos sin el corsé de las decisiones ajenas que les piden transformarlas en propias.

La sumisión es diferente a la obediencia. La obediencia requiere entender la orden, comprenderla y hacerla propia porque básicamente se entienden las razones y se asume en nombre propio, con responsabilidad propia, y se aceptan los resultados. Se comparten los éxitos y fracasos porque de verdad son propios y de todos. No se echa la culpa a los demás cuando sale mal y no se apropia como si fuera obra de una sola persona cuando sale bien. El nosotros es lo que describe esa forma de actuar y el plural la forma de transmitirlo.

Las dificultades para dialogar vienen justamente de quien cree tener siempre la razón, de quien no acepta cuestionamientos porque cree que eso denota cobardía, ambigüedad. No se busca la verdad o lo viable sino la confirmación de lo que se cree, se hace o se propone. Buscan altoparlantes de sus propios dichos, sentimientos, odios y rencores, creen que los demás los envidian porque ellos son poderosos, iluminados, intocables. Y ejercen el poder atropellando, insultando, o con premios y prebendas que esperan sean pagadas con el servilismo del súbdito que siempre calla y asiente. Sienten que quien discrepa no reconoce sus virtudes, sus esfuerzos, son personas o instituciones desagradecidas. Y actuando y pensando así amplían cada vez más la brecha en la sociedad, porque sostienen que el único camino correcto es aquel que ellos señalan, porque son inteligentes, capaces y talentosos. Así pavonean (de pavo real…) sus egos y tratan de someter a los demás definiendo qué es correcto y qué no.

Solo cuando alguien plantea la escucha como método, algo comienza a cambiar. Escuchar no quiere decir aprobar, quiere decir escuchar, profundamente, sinceramente, dispuestos si es necesario a rectificar el rumbo. De pronto se descubren intereses comunes, acciones comunes posibles, y la sociedad empieza a tener puentes y se da cuenta del coraje que se necesita para apropiarse de soluciones buenas y necesarias, aunque los proponentes sean los contrarios. (O)