“Fui hacia la Revolución Ciudadana como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé la Revolución Ciudadana como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río, cubiertas por los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres de ahogados”.

Hermosa oración.

No es mía. Yo no puedo decirla. Nunca fui a la Revolución Ciudadana. Tampoco la dijo casi nadie en Ecuador, o la dijeron muy tarde.

En realidad la frase existe sin la expresión “Revolución Ciudadana”. Pero la idea es la misma. La escribió el novelista húngaro Arthur Koestler. Forma parte de su libro de memorias, reeditado por Debate hace unos años. Pero yo no lo leí ahí, sino en una sencilla edición de bolsillo de Alianza Editorial y de la que solo conseguí tres pequeños tomos de los cinco en que fueron divididas. Un muchachito con ganas de escribir en el Guayaquil sofocante de fines de los ochenta se agarraba a libros como estos como si fueran salvavidas. No tenía idea de quién era Koestler. Pero sus títulos parciales me sedujeron:

Tomo 1: Flecha en el azul.

Tomo 4: El destierro.

Tomo 5: La escritura invisible.

Casi por la misma época encontré dos tomos de memorias de Juan Goytisolo, Coto vedado y En los reinos de Taifa. El autor español también incidía en la ruptura de varios absolutos y en el peligro de los totalitarismos. Koestler, que había militado en el comunismo, renunció al Partido Comunista y se tuvo que abrir un camino difícil, lleno de incomprensiones. Para un escritor no era una fiesta renunciar al partido en plena Segunda Guerra Mundial.

Yo buscaba diarios y memorias y cartas para saber cómo era la vida íntima de un escritor. Los de Kloester y Goytisolo eran muy diferentes a los diarios que yo había leído de Kafka o Pavese. Se movían en la política. Pero no cualquier política, sino la vinculación con el poder de un partido que busca y alcanza el discurso único y absoluto. Y este los decepcionó. Quiero atribuirlo a este azar, pero de ahí en adelante mi escuela siempre fue la misma: la disidencia. Di-sedeo. No permanecer. Nómada.

Tampoco se hagan ilusiones: el pensamiento disidente no paga. Te condena a que la izquierda te diga de derecha, y que la derecha te diga que eres de izquierda. Desconfiarán siempre de ti. Y si confían, no aceptes lo que te propongan. Un escritor no debe aceptar nunca un cargo en los gobiernos.

Vinieron uno tras otro los autores de esta familia inclasificable, rechazada por la izquierda y la derecha: Gide que volvió decepcionado del comunismo y escribió Regreso de la URSS, la crítica de Albert Camus, el caso de Orwell, Aron y su libro El opio de los intelectuales, la interminable y circular lucha de Semprún en casi todos sus libros, en especial, Autobiografía de Federico Sánchez, donde se pinta a Fidel Castro de una manera tal que comprendí porqué ningún intelectual en Ecuador hablaba siquiera de Semprún. Y Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, y mucho más tarde los testimonios de Jorge Edwards y Jorge Masetti. Y siempre las novelas magistrales de Kundera que desnudaron el totalitarismo. Y la gran novela, la mayor, a la que siempre vuelvo por varias razones El maestro y Margarita, de Bulgakov. Esa fue mi escuela. Cómo caer entonces en las redes retóricas de Rafael Correa –nunca olviden lo de “majestad presidencial” que reivindicaba para sí mismo– a pesar de las buenas intenciones y los cambios que introdujo parcialmente.

Se pagó un precio muy alto, pero también dio frutos tan reveladores como inesperados. Los años de la Revolución Ciudadana fueron una enorme, larga y reiterada escuela de la decepción que ha dejado un balance de nítidos fantasmas intelectuales. Muchos de ellos fueron a la Revolución Ciudadana no sé si buscando un manantial de agua fresca. Más bien buscaron otra cosa. Creyeron que podrían manipular al carismático costeño de los correazos. Se equivocaron. Ellos fueron manipulados. ¡Cuántos bajaron la cabeza en las sabatinas, incluso cuando el deslenguado los avergonzaba públicamente! Y cuando olieron las aguas emponzoñadas, se taparon ojos y narices. Cuántos retorcimientos para justificar sueldos desproporcionados con los que vendían su alma al diablo, y cuántas justificaciones retrospectivas. Cuántas defensas de “El Proyecto” para hacer como que no se veían las violaciones de tantos derechos. Cuántos experiodistas en el poder que vieron a sus antiguos amigos, periodistas activos, en la picota. Cuánto “mejor no te metas en problemas, que este gobierno persigue”. Y otros que no formaron parte ni fueron tan activos, pero que sí, pecaron de omisión. Ay, cuántas traiciones de supuestos amigos para no reñirse con el poder absoluto y no dejar escapar las publicaciones financiadas con presentaciones en Madrid y Quito y tantas ferias de libro.

Tampoco se hagan ilusiones: el pensamiento disidente no paga. Te condena a que la izquierda te diga de derecha, y que la derecha te diga que eres de izquierda. Desconfiarán siempre de ti. Y si confían, no aceptes lo que te propongan. Un escritor no debe aceptar nunca un cargo en los gobiernos. Una obra de arte debe ser un terreno absolutamente personal e “irresponsable”, en el buen sentido de libertad absoluta, sin pretender redimir en ella cargos de conciencia de clase. Hay muchas formas de participación social, pero no cargues en las frágiles espaldas de la estética esa mala conciencia, ni des mil rodeos para justificar una obra o su falta.

Allí deambulan los fantasmas intelectuales que traicionaron durante estos años a sus amigos y colectivos sociales. Esta escuela de la decepción los reveló. Algunos ya se apañaron un buen sueldo, negocios y becas. Se los encontrarán en las grandes ciudades del mundo, vociferando que hicieron la Revolución Ciudadana, profundamente incomprendidos. Pero ya no escribirán más, ya no podrán, enturbiada su sintaxis por el oportunismo y manchada su alma por el silencio cobarde que evidenció esta escuela de la decepción que llegó a límites insospechados de cinismo. Habrá que desear suerte a Lenín Moreno, a ver si se los sacude de encima y si lo dejan. No queda otra. Y habrá que seguir prestando atención a los intelectuales que se quedaron y siguen allí. Todo, a fin de cuentas, se repetirá como comedia. (O)