El empleo sensato de las palabras es central para una convivencia social armoniosa y para acordar colectivamente qué es darle al país un sentido y un destino. Los más de diez años de Rafael Correa como presidente no deben ser entendidos como una revolución, pues esta no puede ser resultado de una ocurrencia acariciada en los tiempos juveniles. Una revolución no es la rabieta de un infante emperrado por un capricho. Y, con el bajo nivel de pensamiento crítico de la mayoría de nuestros políticos y de nuestros partidos, ¿debemos continuar ilusionándonos con que la solución para nuestros males sea una revolución?

Este año es simbólico porque se cumplen cien años de la Revolución rusa. Ya en 1921 la anarquista Emma Goldman advertía que los futuros historiadores de ese proceso, antes que prestar atención a las figuras dirigentes, debían basarse en las impresiones de quienes habían compartido la miseria y el trabajo del pueblo y de los que padecieron “el panorama trágico en su desarrollo diario”. El historiador José M. Faraldo, en La Revolución rusa: historia y memoria (Madrid, Alianza, 2017), hoy trata de explicar por qué fracasó el sistema soviético y de dónde provino “su acumulación de violencia y su autoritarismo cerrado y hosco”.

El imponente momento glorioso de Lenin y sus camaradas bolcheviques se desdibuja a la luz del reciente análisis histórico que aprovechó la apertura de los archivos soviéticos –nuevamente cerrados en la era Putin–, pues podemos pensar que ni la Revolución rusa tuvo que haber sucedido ni que, después de haber ocurrido, tenía por qué haber derivado en una guerra brutal y en una dictadura interminable. Es más, la auténtica Revolución rusa fue la de febrero de 1917 y no la de octubre. En febrero hubo una movilización popular contra la autocracia zarista, contra la guerra europea y en favor de una democracia parlamentaria.

En febrero se consumó el derrocamiento real y simbólico del antiguo régimen zarista. En cambio, en octubre se apostó por un gobierno autoritario que terminó en un régimen criminal e inútil, incapaz de mejorar la situación de las masas. Aunque el partido de los mencheviques se asocia con la traición, ellos fueron los verdaderos revolucionarios: plantearon un programa liberal y democrático, establecieron las libertades (de prensa, de reunión, de asociación), dieron amnistías políticas, y propusieron elecciones democráticas para una Asamblea Constituyente que decidiría la forma del nuevo gobierno, con voto universal, secreto y directo.

Hasta el inescrupuloso y autoritario Lenin –a quien le importaba un comino el derecho o cualquier consideración ética y moral– reconoció que esa Rusia era “el país más libre del mundo”. Según Faraldo, “estrictamente hablando, la ‘Revolución rusa’ fue la de febrero de 1917. ‘Octubre’ fue un golpe de Estado, un alzamiento, un pronunciamiento, no una revolución”. En octubre, un grupo minoritario, y no el pueblo, se hizo con el poder para erigir un Estado de partido único, esto es, el inicio institucional de una dictadura asesina. ¿Es obligatorio, pues, el uso del término revolución para designar un empeño político que busca más justicia y equidad? (O)